Cacería macabra

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Marca de fábrica

Se lo conoce mayormente por su contribución a las antologías V/H/S, pero como realizador de largometrajes, Adam Wingard es menos un practicante del terror que del más explícito gore. Y en Cacería macabra, su quinto film, ratifica un estilo personal que además de espeso ketchup incluye diálogos absurdos y humor negro, receta que heredó, por ósmosis, de sus amigos del movimiento mumblecore como Joe Swanberg, en otro rol estelar.
Cacería macabra comienza con una pareja haciendo el amor; después, mientras él se baña, ella pone un CD en función “repetir” (el leitmotiv de la película), cuando sorpresivamente ambos son atacados por un asesino enmascarado. Al día siguiente, el matrimonio Davison celebra 35 años de casados en su casa de campo, aledaña a la de la pareja asesinada. Los visitan sus cuatro hijos y sus respectivas parejas, y durante el almuerzo, mientras Drake (Swanberg) y Crispian (AJ Bowen) se echan viejos asuntos en cara, Erik, el novio de Kelly Davison, muere atravesado por una flecha. Se desata la carnicería, con ecos de Los perros de paja y unos asesinos que recuerdan a la dupla sangrienta de Funny Games. Pero cuando Erin (Sharni Vinson) toma a su cargo la defensa del hogar, Wingard vuelca sutilmente del gore al giallo, el clásico subgénero italiano de los ’70, con marcas de fábrica: el sonido de un viejo Moog, logradas imágenes de la bella Erin bañada en sangre, como una aparición del fantasma de Carrie, que nunca dejará de sobrevolar los films de bajo presupuesto.