Buena suerte, Leo Grande

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

REVINCULARSE

En Buena suerte Leo Grande, la directora introduce a los personajes de espaldas. A primera vista, él aparenta ser un espectador más a la espera del inicio de la película ya que el plano pecho sólo permite ver un fragmento de la camisa, las manos sujetando el cuello y un gorro amarillo. La calle queda como un telón de fondo, lejana. ¿Qué estará mirando? ¿Buscará alguna respuesta en ese no lugar? Ella, por el contrario, se muestra de cuerpo completo y ligeramente inclinada hacia la izquierda. También se sitúa en un no lugar –un cuarto de hotel– y aún sostiene la valija de mano y la cartera, como si acabara de llegar. Si bien esos encuadres duran escasos segundos, sugieren que algo externo, quizás en el fuera de campo, permanece oculto porque ambos parecen marionetas que, de golpe, se ponen en funcionamiento. ¿Hace cuánto están en pausa? ¿Qué los detiene? ¿Quién los activa?

Ese clic resulta tan sutil que corre el riesgo de pasar desapercibido. Por eso, Sophie Hyde crea un juego de planos y contraplanos que desemboca en el primer encuentro en la habitación. Se trata de un diálogo indirecto pero muy cuidado construido a través del sentido otorgado a los objetos; un nexo que incorpora al cuerpo y a las formas de habitar y habitarse, una vez que los dos se descubren en la intimidad de las cuatro paredes. Leo se define como un vendedor de servicios y usa la prenda de color brillante cada vez que puede sentirse libre, es decir, cuando el personaje armado para sus clientes –que le da el nombre al film– se encuentra silenciado u oculto, al igual que los fantasmas del pasado. Pero ser un creador de fantasías y complacer a los demás requiere de una regla valiosa: invisibilizarse. Por esta razón, se saca el gorro antes de acudir a la cita y volverá a utilizarlo recién cuando llegue el momento indicado.

Mientras que Nancy, antigua maestra de religión y reciente viuda, está atrapada debajo de la ropa y siempre deja cerca el pequeño equipaje, como si fuera una turista de su propia vida o estuviera lista para huir. Se mira al espejo, toma un sorbo de alcohol, se cambia los zapatos pero la extrañeza sigue acechándola. El conjunto sexy y el listado de deseos por cumplir se pierden el mismo instante en que los considera como requerimientos para tachar. El control, el aburrimiento y las ordenanzas se instalan en el fondo de la maleta con rueditas llevándola una y otra vez a negarse el goce, a domesticarse. Los movimientos mecanizados del marido y los orgasmos fingidos pesan tanto como el tapado oscuro que lleva el día que conoce a Leo. Aunque, también es cierto, que los abrigos pueden quitarse y que una cama o un espejo pueden convertirse en nuevos guardianes de secretos.

Por último, el teléfono actúa como el gran conector de la trama. Su función primordial es la confirmación de los encuentros en un plano ajeno para el público pero indispensable para el avance de la historia. Además, contribuye a la creación de los ambientes en una puesta en escena casi teatral, donde cada elemento, espacio y encuadre poseen un valor intrínseco que se suma al sentido del conjunto y se lucen en el momento correcto. Por ejemplo, la escena donde bailan al compás de la música que Leo pone en el celular o los llamados de la hija de Nancy, que interrumpen la charla y la magia del encuentro. Y, así, el móvil les recuerda que hay un afuera, que ellos no son dos desconocidos que se sienten atraídos por azar, sino que son personas que aceptaron estar ahí y que tienen edades, miedos y experiencias de vida diferentes. Este enlace con la realidad –con aquello que ambos tratan de evitar o controlar– es lo que lo vuelve un catalizador. Hyde maneja las variaciones de los climas con la precisión suficiente para que los mismos diálogos y la puesta pongan en jaque los límites autoimpuestos. De esa manera, el autodescubrimiento se torna inevitable y, con él, la posibilidad de relevarse, espantar a los fantasmas y, tal vez, adueñarse de nuevos objetos.