Boxing Club

Crítica de Pablo Lespiaucq - La mirada indiscreta

Segundos afuera

De un documental sobre boxeadores sin fama puede esperarse algo inusual pero las historias son Hollywood clásico. Aquello que la saga de Rocky exprimió hasta la caricatura, está presente en cada fotograma pero con un discurso humano que conmueve. Cinco cenicientas que emergen de situaciones marginales, de pobreza, de tragedias sociales y familiares, buscando su lugarcito en el mundo. Y a los golpes, claro está. El boxeo es un deporte individual porque el tipo se sube solo al ring y el otro es un enemigo al que hay que vencer, pero en el ambiente del gimnasio las escenas son prácticamente hogareñas. El director, Víctor Cruz, elige la distancia de un testigo en vez de la narración lineal.

La cinta nos va metiendo en la vida de un club de barrio (nada menos que en Constitución) con todos sus personajes típicos, con entrenadores que son padres y madres para sus pupilos. El ambiente ferroviario y bonaerense está presente por todos lados y el gimnasio pertenece a La Fraternidad, lo que ayuda a describir a una clase social invisible para los asistentes a los grandes shows de boxeo del Luna Park. A las órdenes de Alberto Santoro, los muchachos se entrenan para alcanzar sus sueños, entre charlas entrañables, incluso discuten sobre El Padrino II; infaltable a la hora de hablar de códigos de honor en un deporte que transita sobre la cornisa permanente de dañar al adversario y, a la vez, respetarlo. De hecho podríamos pensar que la frase “no es personal, son solamente negocios” (repetida en la trilogía de Coppola) encaja a la perfección en esta actividad.

La estrella del club es el joven pugilista Jeremías Castillo de quien se espera alcance la gloria. El entrenador y los compañeros intentan aconsejarlo mediante anécdotas aleccionadoras y recomendaciones de todo tipo. Sin embargo, la rutina del entrenamiento lo fastidia y no ve la hora de salir a pelear sobre el ring (“poco amigo del gimnasio” lo describe el periodista Walter Nelson en su breve aparición en la pantalla). Sin llegar a ninguna resolución, la película termina como empezó: a las piñas. Cuando las luces se encienden, el espectador siente que ha concluido una visita de 67 minutos a un mundo que no le pertenece y que seguramente ignora por completo.