Blondi

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

“¿Vos pensás que yo no puedo entender? ¿Qué soy una madre como todas las demás?”. La frase sale enérgica, entre lágrimas retenidas, y quizás con algún adjetivo calificativo enredado entre las palabras, de la boca de Blondi Basile (Dolores Fonzi) tras una dolorosa revelación de su hijo Mirko (Toto Rovito). Ocurre en el último tercio de la película y confirma lo que ya pensábamos para ese entonces: Blondi no es una madre como las demás. O por lo menos no es como esas madres que ha definido a lo largo de su historia el imaginario cinematográfico. Madres abnegadas y sacrificadas, con el amor a flor de piel, madres villanas y déspotas, madres entrometidas y demandantes, perfectas para tratar en terapia. La ficción ha pensado una y otra vez a la madre como ancla de conflictos y vacilaciones de las infinitas criaturas que han poblado el mundo. Pero Blondi encuentra su singularidad no solo en el cuerpo que Dolores Fonzi le presta sino también en la mirada que ofrece tras la cámara para evitar definirla, para hacerla libre, vital en esa escurridiza distancia que la separa de su juicio y la envuelve en su comprensión.

Blondi es la ópera prima de Dolores Fonzi como directora. Es una película sobre madres e hijos, sobre gente que se quiere aunque a veces se pelee, sobre amistades que pueden nacer en el corazón de una familia. Blondi y Mirko viven en la misma casa, comparten fiestas y amigos, son cómplices y confidentes. Blondi fue madre siendo adolescente y los años que la separan de su hijo parecen haberse acortado. Para la mirada del afuera su presencia esquiva la autoridad de un adulto, el tono adusto del mandato. Pero Blondi cumple cada día con su trabajo como encuestadora en el conurbano, guía a su equipo de jóvenes aprendices con calidez y firmeza, los lleva en el auto, desliza algunos consejos sobre inversiones financieras, se ríe con esa inocencia todavía adolescente. La unión con su hijo está cargada de presente pese a que los recuerdos asomen una tarde lluviosa bajo un toldo ya gastado, o en un viaje entre las sierras hacia un destino repentino. Y ese presente les permite sorprenderse y sorprendernos, trascender la tentación de la propia importancia que comparten las familias y el cine.

Blondi es una película de maternidades. Distintas formas de concebir ese vínculo, de elegirlo y renegociarlo. Blondi es madre de Mirko pero también es hija de Pepa (Rita Cortese), quien vive apenas cruzando la calle. Con Pepa discuten y se ríen, hacen compras y comen fideos. Martina (Carla Peterson) es la hermana mayor de Blondi, atrapada en un matrimonio sin entusiasmo, escondida cuando puede en el baño, con una tristeza disimulada en prolijidad y refacciones inmobiliarias. Su maternidad está enredada en sus frustraciones, delegada en la vorágine de su permanente escapatoria. Y también hay otras madres: la de una de las amigas de Mirko que pregunta a Blondi si su hija está durmiendo en su casa. ¿Hay algún adulto responsable?”, corona el interrogante con un insidioso reproche. Ninguna madre es igual a otra, todas son versiones de ese vínculo que la película despliega con las canciones de The Velvet Underground, con los colores que inspiran el ánimo de los personajes, con planos que anticipan el espacio como el próximo lugar al que estaremos llegando.

En su famosa polémica con Pier Paolo Pasolini, Éric Rohmer afirmaba que existía una forma moderna del cine de prosa donde la poesía estaba presente pero no buscada de antemano, siempre aparecía por añadidura. Una poesía que no se encuentra en un lugar específico, que no habita en los planos, o en el ritmo del relato, o en la cadencia de los diálogos. Es algo inasible que late en la experiencia de ver la película, como un gesto que acompaña esa vida imaginaria que otorgamos a los personajes. Fonzi consigue eso, consigue que su película nos invite a pasar el tiempo con sus creaciones sin verlos atrapados en la firmeza de la narración, en la fuerte estructura del guion o convertidos en excusas para los movimientos de la cámara. Hay escenas que atesoran esa poesía imperceptible: la conversación entre madre e hijo en una plaza desafiándose a subir al monumento de O’Higgins, o el salto de Mirko ante la H luminosa de un hotel de provincia.

“Los personajes son interesantes más allá del hecho de que sean filmados” afirmaba Rohmer. Es allí donde Fonzi encuentra también su distinción como directora. Al dar a Blondi no solo su cuerpo y su gestualidad, sino también un mundo que su cámara observa con sigilo, engrandece con ternura, contagia con vitalidad. Una película que nos presenta un genuino entusiasmo por contar historias y que al mismo tiempo esquiva el fácil camino de convertir a sus personajes en meras expresiones de sus ideas. Ellos están ahí vivos, cantando y riendo en el auto, listos para una próxima aventura.