Blancanieves

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Sangre y arena

En los últimos tiempos se han estrenado en la Argentina tres películas de diversos orígenes que tienen en común, de manera superficial, una elección estética y un acercamiento a los principios del cine cuando éste era en blanco, y negro además de silente.
Podría entenderse en algún punto que la intención seria la de realizar homenajes a ese inicio, de todas ellas quizás sea “El Artista” (2011) la más conocida por haber obtenido el premio Oscar a la mejor película. Al año siguiente el portugués Miguel Gomes nos presenta su exageradamente sobrevalorado filme 'Tabú' (2012).
Ahora le llega con bastante atraso el turno de Pablo Berger, quien con su “Blancanieves” nos brinda no sólo su mirada sobre las representaciones que supo tener el cine clásico en el viejo continente, sino que termina por definirse como contemplación actual de un texto sin las fantasías inherentes al género y utilizando lo formal para incrementar su discurso.
El director no procura realizar una película a la antigua, sino que actualiza el contenido, le da un cariz cotidiano de características humanas reconocibles, como la avaricia, la envidia, la traición, introduciendo temáticas, iconografías sociales, culturales, muy universalmente ibéricas, personificados por la figura del torero y la cantante andaluza, inmersos en la actividad folclórica, en los espacios físicos distintivos de España como los son las plazas de toros, más todo lo que envuelve ese lamentable espectáculo sobre la transformación del sangriento show plagado de dolor y muerte en un negocio, en lo que también hace hincapié el texto.
Usurpa, en el sentido más favorable del termino, el soporte de Blancanieves, pues la realización no es cabalmente una versión literal y lineal del cuento infantil ya que de infantil poco le queda, puesto que no es asimismo sólo un deferencia para con el cine en sus inicios, ni puede encasillarse simplemente como una relectura del cuento, ni sólo sustentarse como una mirada entre melancólica y sarcástica sobre la vida en España de la década en la que se desarrollan las acciones, sino que es cada una de esas variables, y todas juntas.
En síntesis, se lo puede definir como un fiesta sensorial construida a partir de lo audiovisual, descubriendo un producto cinematográfico que impresiona desde su elemento más esencial, el montaje, acompañado por un gran trabajo de fotografía en manos de Kiko de la Rica, asiduo colaborador de Alex de la Iglesia, y el diseño de sonido, con la música deslumbrante como su vedette, compuesta por Alfonso de Villalonga, quien fuera el responsable de la música de la memorable c “Mi vida sin mi” (2003), de Isabel Coixet.
Todo sustentado por muy buenos actores que se prestaron a componer de manera arriesgada sus personajes, haciendo de los recursos faciales un plus para la idea de sostener mucha parte del filme en primeros planos a partir de la gesticulación que permite que la voz humana no sea menester.
En esta versión libre del popular cuento de los hermanos Grimm, Blancanieves es Carmen (Macarena Garcia, anoten éste nombre, es su primera película), nace en el seno de una familia adinerada, su madre, la famosa cantante Carmen de Triana (Irma Cuesta), durante el parto, al dar a luz a Carmencito. Su padre Antonio Villalta (Daniel Gimenez Cacho), el mejor torero del momento, queda cuadriplégico a causa de las heridas por su actividad.
Carmencita queda pues casi adoptada por su abuela Doña Concha (Angela Molina), quien fallece siendo todavía nuestra heroína muy niña. La enfermera de su padre, Encarna. (Maribel Verdu) lo manipula hasta casarse con él al sólo fin de quedarse con la fortuna.
Hasta aquí son dados a conocer los personajes principales del cuento infantil. Carmencita crece y se transforma en Carmen, una bella joven que arrastrara de por vida una infancia atormentada por su terrible madrastra.
Huyendo de su pasado Carmen iniciará un emocionante éxodo sin destino prefijado, custodiada por nuevos compañeros, una trouppe de enanos toreros, descubriéndose a sí misma como una eximia torera, sangre de su sangre, en varias escenas claves.
Pero el pasado la perseguirá, el duelo vivencial entre la niña y su madre postiza, no putativa, supera lo esperable y se instala en casi una perfecta traslación del relato, ayudada por la ya mencionada banda de sonido y el diseño de arte. Presten atención a algunos nombres que aparecen, entre muchos, no creo que sea casualidad que los dos toros que aparecen en la apertura y cierre de la historia se llamen “Lucifer” y “Satanás”, respectivamente.
La elección de cómo mostrar, o sea los planos que lo construyen, le proporciona al texto la intensidad necesaria para atrapar al espectador. Una lección de cine que, además, entretiene.
(*) Una realización de Rouben Mamoulian, de 1941