Biutiful

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Lugar común, la muerte

Hay varios motivos por los cuales cierto público apoya películas como ésta o El cisne negro, considerándolas ejemplos de un cine arriesgado y adulto, y no otras como, por ejemplo, Policía, adjetivo (2010; dir: Corneliu Porumboiu). Uno es la idea de que las escenas incómodas, sacudidoras, son índices de la madurez del espectador que las recibe, ignorando que, la mayoría de las veces, en la intención de provocar hay algo adolescente, y que éstas pueden ser una manera de llamar la atención sobre productos vacíos de verdadero contenido. Otro es el hecho de que, para un superficial debate posterior, siempre serán más aptas situaciones dramáticas fácilmente comprensibles, cercanas al material que pueden ofrecer una telenovela o un folletín, que otras más complejas, que van más allá de lo puramente emocional. Y, finalmente: un film con un tema duro atrae si está bendecido por Hollywood y protagonizado por actores conocidos.
Esto viene a cuento de la repercusión alcanzada por el último film dirigido por Alejandro González Iñárritu (1963, México), que, por su suma de desgracias, seguramente no llevaría tanta gente a las salas si no estuviera flanqueado por sus dos nominaciones al Oscar y la actuación de Javier Bardem. El actor español es acá un hombre enfermo, con hijos pequeños y una esposa irresponsable, aparentemente con poderes psíquicos para dialogar con los muertos (como Matt Damon en Más allá de la vida), intermediario entre explotadores de inmigrantes y la Policía en una Barcelona sucia y turbia.
Pareciera haber en Biutiful un remoto intento de denuncia, por ejemplo al exponer la difícil subsistencia de los inmigrantes en Europa, pero, en realidad, el film está más atento a la angustia de su protagonista, que se indigna ante esas y otras injusticias sin hacer demasiado por paliarlas. Todo es bastante sórdido, las calamidades se acumulan hasta rozar el ridículo y la muerte ronda a cada paso: varios tramos de Biutiful transcurren en salas velatorias, morgues y hospitales. Una película como Gomorra (2008, dir: Matteo Garrone) tampoco era apacible, pero exponía con honestidad un problema social concreto, encontrando las culpas en sectores de la sociedad muy puntuales y no en la conciencia de sus indefensos personajes.
A pesar de que algunos intentan encontrar diferencias entre Biutiful y los primeros largometrajes de González Iñárritu –Amores perros, 21 gramos y Babel, en los tres casos historias cruzadas escritas por Guillermo Arriaga–, el estilo es siempre el mismo. Aún reconociéndole capacidad para conseguir, ocasionalmente, un dramatismo intenso (rasgo especialmente evidente en Amores perros), su cine es epidérmico y manipulador.
La cámara en movimiento siguiendo los gestos de los actores, los imprevistos, la violencia, se combinan con condimentos cercanos a ciertas expresiones culturales que acostumbra consumir un público joven: armas, droga, venganza, ilegalidad, erotismo apurado, personajes con aspecto y actitudes de rebeldes atormentados. Incluso los títulos de sus películas no desentonarían para un álbum de rock. Al mismo tiempo, otros recursos que utiliza suenan antiguos, como, en este caso, un bosque helado como espacio celestial.
Si Daney, a partir de un texto de Rivette, se indignaba tanto por un alambicado travelling sobre un cadáver en Kapo (1960; dir: Gillo Pontercorvo) ¿qué habría que decir de Biutiful? Son tantos aquí los temas delicados tratados sin pudor, tanto se pasea la cámara por cuerpos inertes mientras la música procura conmovernos, que el film termina resultando, más que una provocación, una oscura, morbosa trivialidad.