Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia)

Crítica de Santiago González Cragnolino - Con los ojos abiertos

ATENCIÓN, ARTISTAS TRABAJANDO

Me acaba de llegar un mensaje muy divertido. El cineasta norteamericano James Benning compartió un texto en su página de Facebook en el que un tipo dice que la noche de los Oscar hubiera sido un buen momento para robar las mansiones de las celebridades presentes en la ceremonia. Este sujeto lo propone como una forma de redistribución de las riquezas, un pequeño paliativo hasta la llegada de una próxima guerra de clases. No sé si es un chiste o no, pero de una u otra forma tiene como ingrediente una dosis de resentimiento, el contrapunto a la adoración que profesamos a las estrellas. Después de todo, somos parte de una cultura global obsesionada con las vidas de las estrellas de cine, que los medios de comunicación se encargan de documentar al detalle: sus casas de lujo, sus vacaciones, sus salidas, sus sueldos, sus fiestas. Parece que a cambio de poder llevar esas vidas supuestamente perfectas lo único que se les pide es que cuando actúen su tarea sea ardua, por lo menos un tanto sufriente, para compensar. Eso explicaría, en parte, porque no hay premios para las comedias: lo único que falta es que encima la pasen bien en el trabajo.En mi versión de la broma, el Método sería lo único que previene que se termine por desatar la guerra de clases quea enuncia el amigo de Benning, y la máxima ganadora de los Oscar de este año continúa esta tradición conservadora que mantiene el frágil equilibrio social.

La película de la que hablo es Birdman, del mexicano Alejandro González Inárritu, donde Michael Keaton encarna a Riggan Thompson, un actor que está tratando de relanzar su carrera y para lograrlo monta una obra de teatro en Broadway, basada en los cuentos de Raymond Carver. El problema es que el tipo está loco. Lo que muestra con mucha sorna la película es que en realidad todos los actores están locos, pero el caso de Thompson es aún más extremo porque alucina que es el personaje que lo lanzó a la fama, y que tiene los poderes del superhéroe del título. Entre ensayos, vemos la inestable vida emocional de los actores y el suspenso se construye en torno a ver si este grupo de chiflados va a poder hacer que la obra sea un éxito en la noche de su estreno. El planteamiento esboza la pregunta de qué tan lejos se puede llevar el arte y qué sacrificios hay que hacer en su nombre, y el director hace que la forma de la película parezca la agresiva búsqueda de las respuestas a esos interrogantes.

El cine de Iñárritu gira en torno a una idea de ferocidad aplicada, esto es tanto el mundo que describe, como la forma en la que lo hace. En Birdman ese mundo es el de los egos implacables de los actores, que viven su disciplina como una competencia (contra sus colegas, contra los críticos, contra ellos mismos). El director pone de relieve la ética de sus personajes con una dramaturgia que establece sus parámetros de calidad en términos de decibeles, hinchazón de venas y fluidos derramados en escena. Todo eso sería sinónimo de intensidad y verdad. En ese sentido, el plano clave de la película es uno donde los personajes de Michael Keaton y Edward Norton tienen un diálogo encendido durante la obra. En ese momento, la cámara los rodea y los muestra a contraluz de los grandes reflectores, para que veamos como vuelan de la boca de los actores varios escupitajos mientras recitan, desaforados, sus parlamentos. Esos rastros de saliva son la prueba material, acaso cuantificable, del trabajo de los actores.

La forma que adopta Birdman es ostensible: la película no sólo toma como procedimiento el plano secuencia sino que, mediante algunos trucos de montaje y pos producción de la imagen, simula ser un solo gran plano secuencia que narra la historia de principio a fin. Resolver escenas tan largas sin cortar requiere de una maestría técnica que la película no puede sino subrayar. La cámara tiene un pulso nervioso y se mantiene muy pegada a los personajes, nunca pasa desapercibida. Los lentes gran angular ocasionalmente deforman la imagen (como en la diatriba que Emma Stone suelta contra Keaton) y algunos planos sugieren una especie de voluntad 3D, en el sentido que las imágenes parecieran querer salir de la pantalla. Queda claro: el director también está trabajando, él no es menos que los actores. El histrionismo dice presente adelante y detrás de cámara.

No es de extrañar entonces que Iñárritu haya elegido el plano secuencia como dispositivo narrativo, sin duda una rareza en el cine de Hollywood, que repite mecánicamente la lógica del plano/contraplano. La interpretación de este gesto como algo revitalizador es entendible, pero errada. No hay que caer en la trampa: la concepción del plano para el director es la de un truco que hace evidente su presunción de talento antes que una exploración del tiempo y del espacio con los elementos del cine. Doble advertencia: no sólo es un truco, es también un nicho de mercado prácticamente no explotado.

La ganadora del Oscar de este año es, por encima de todo, una validación, disfrazada de sátira, del mundo de los que hacen las películas y quienes las premian. Las raras ocasiones en las que sale a la calle, la ciudad de Nueva York, caótica y extraña, parece parte del delirio del protagonista. Para la película el mundo exterior al teatro no tiene mayor interés y se resguarda entonces en el mundo del espectáculo. Hay un momento en el que Norton y Keaton se agarran a piñas y la cámara se aparta unos segundos para mostrar a dos empleados del teatro, que los miran con desconcierto. Ese contraplano simbólico de la clase trabajadora los hace cómplices de la mirada del director, que los utiliza paramostrar lo ridículos que pueden llegar a ser las estrellas: sin embargo los empleados no tienen voz y no vuelven a aparecer en pantalla. Cuando Keaton y su elenco logran completar la obra, Iñárritu devela su apego a su status social y celebra a los suyos, al tiempo que su actor principal toma vuelo ante la mirada maravillada de su hija. Después de ver durante casi toda la película un mundo despiadado, en el que lo que define a las relaciones entre los personajes es el egoísmo, la mezquindad y la vanidad, se nos afirma que en el escenario han logrado una performance sin precedentes y, por lo tanto, admirable (algo que el director pretende que sea una analogía de su propia obra).

En pocas palabras, la película de Iñárritu continúa una línea prestigiosa del cine contemporáneo, de la cual Lars Von Trier es su máximo exponente. Un cine que nos dice que el mundo es desagradable, pero que el trabajo de los directores es magnífico. Detrás de esa mirada hay un cinismo inapelable: la dignidad de los personajes puede ser sacrificada si el lucimiento personal permite llevar el arte lo suficientemente lejos como para que sea una vía para el ascenso social, una carrera muy bien remunerada y una puerta de entrada a las mejores fiestas, donde los artistas y los miembros de la industria celebran otro año en la cima del mundo.