Baby: el aprendiz del crimen

Crítica de José Tripodero - A Sala Llena

El maridaje del género, la cinefilia y la música

Que aparezca una película como Baby: el Aprendiz del Crimen (Baby Driver, 2017) es motivo de celebración. A pesar de ser de género, es de esos productos que no abundan en estos tiempos, lo cual lleva a reflexionar sobre la dirección que ha tomado el cine industrial, menos preocupado por las historias, las estructuras, las referencias cinéfilas y por la inoculación de ligeras variaciones a esos moldes llamados géneros que por reproducir éxitos de otros tiempos o extender el mundo de los superhéroes a un cuasi monopolio. Edgar Wright pertenece a esa clase de directores que se ha formado delante de un televisor y de un reproductor de VHS, alimentándose de las películas de los ‘70 y los ‘80, de los clásicos que irrumpieron en los cánones y mandatos de Hollywood. Baby… es una película que arriesga desde el primer minuto: un asalto a un banco es mostrado en un segundo plano fuera foco mientras que la primera capa visual es un plano corto de Baby (Ansel Ergot), el joven conductor de la banda, quien se presenta con sus auriculares al mango, de los que sale la frenética canción “Bell Bottoms”, de Jon Spencer and The Blues Explosion, perfecta para una persecución. Una idea bien inspirada en las películas sententosas de William Friedkin. Su personaje sufre una condición auditiva que se aminora al escuchar música prácticamente todo el tiempo con auriculares. En este prólogo hay un poder de síntesis insuperable (un rasgo de los géneros que solo pueden aprovechar algunos) porque se presenta al protagonista sin la necesidad de explicar con diálogos; se lo ilustra a partir de la música, usada dramáticamente y además como motor de la historia, y ambas cosas dentro de una secuencia de acción simple, basada en el montaje y el ritmo interno de los tiempos del relato.

Los motivos por los que Baby se dedica a los actos criminales no son más que excusas para situar a un hombre ordinario en un mundo que le es ajeno, en el que está obligado a participar y del que quiere escapar. El cerebro es Doc (un Kevin Spacey casi en piloto automático), a quien el protagonista le debe y espera saldar con un par de golpes más. La arista tierna de Baby la despiertan Joe, su padrastro sordomudo y un amor en construcción con una mesera; en ambos casos también hay excusas para el despliegue musical, del que surgen Beck, Carl Thomas, T-Rex, Dave Brubeck, entre otros. Tras el furioso prólogo, hay un redoble de apuesta en lo retórico al pensar los títulos a partir de un plano secuencia, al ritmo de Harlem Shluttle de Bob & Earl. La música utilizada a tal efecto no es nada nuevo para Wright: basta recordar a Scott Pillgrim vs los Ex De La Chica De Mis Sueños (Scott Pillgrim vs The World, 2010), su película más arriesgada, aunque, paradójica, se trató de su debut en Hollywood. Más allá de esta referencia, Wright sabe que la estructura de su film es la de las películas de robos, pero las acciones referidas a los golpes en sí aparecen en un segundo plano (como el mencionado del inicio) o fuera de cuadro. Es así que el director privilegia la subjetiva de su protagonista, ubicándolo siempre en un plano corto, hasta incluso tapando casi en su totalidad lo poco que se puede apreciar de los robos, cada uno –por cierto- bien distinto del otro. El humor, como también se dijo, tiene la marca de su director, por ejemplo en la cita cinéfila cuando un personaje equivoca las máscaras de Michael Myers (el asesino de la saga Halloween de John Carpenter) con las de Mike Myers (el protagonista de la trilogía Austin Powers).

Si las obras maestras se miden con la vara de la novedad y de la inventiva (por citar dos características) Baby… no podría ser catalogada como tal, aunque sí rellena el casillero del entretenimiento y la referencia a un cine que, en un tiempo no tan lejano, estaba presente pero que en cambio hoy está al borde de considerarse una rareza dentro del mapa industrial. Es probable que esta nueva película de Wright sea la más cercana a esa filiación con su cinefilia, pero contorneada por un estilo en el que prevalece el humor, la mirada lúdica y la retórica asentada en el uso de la cámara como principal arma narrativa. Todos elementos lejanos al cine de género que prevalece por estos tiempos, más preocupado por responder a la transtextualidad urgente (secuelas, precuelas, remakes, etc.) y a la nostalgia de tiempos no vividos.