Ataúd Blanco: El Juego Diabólico

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Entre la banalidad y la tragedia.

Ataúd blanco es una película tironeada entre dos líneas que no se llevan bien. Una es trágica y gira alrededor de una secta que secuestra niños para su sacrificio, haciendo foco en el dolor de sus madres, en particular una de ellas. La otra es lúdica y se centra en cierta prueba que debe cumplirse, siguiendo una serie de pasos –como si se tratara de un programa de entretenimientos de la tele– requeridos para poder liberar a los niños, para lo cual un misterioso personaje concede a la madre en cuestión una sobrevida. “¡Se ha ganado diez horas más de vida!”, exclamaría un sonriente Julián Weich en la versión televisiva de Ataúd blanco. Y cómo hace uno para encajar este espíritu con el de la película que presenta a Julieta Cardinali desesperada y dispuesta a todo, porque le secuestraron a su hija. Más allá de esta esquizofrenia de guión (escrito por los hermanos García Bogliano, que llevan dirigidas doce películas en doce años), la puesta en escena de Daniel de la Vega se mantiene precisa y con las ideas bien claras, desde el primer minuto hasta el último. Lo cual hace de Ataúd blanco, más allá de sus irregularidades, una película digna de verse.

Tras haberse separado de su marido, Virginia (Cardinali) parte junto a su hija Rebeca (Fiorela Duranda, magnífica). En una parada en la ruta, Virginia baja y cuando vuelve se encuentra con que Rebeca ya no está. Tras un choque en el que se produce una muerte improbable, aquel personaje misterioso, que aparece y desaparece en las circunstancias más imprecisas (Rafael Ferro, siempre de gran presencia) informa a Virginia que la niña fue secuestrada y será sacrificada a la medianoche. A menos que ella logre dar con el ataúd del título. “¡Y Virginia encontró el ataúd blanco!”, grita Weich. Hay otras dos mamás en la misma situación (una de ellas, Eleonora Wexler) y a partir de determinado momento se librará una guerra entre las tres, siempre contra reloj y con un final que, por suerte, de las dos opciones –la banal y la trágica–, elige la más nihilista, con la heroína yendo más allá de toda humanidad.

Ataúd blanco es, entre otras cosas, una película de caminos (provinciales), ofreciendo una notable escena de persecución entre tres vehículos. En el momento en que la madre ve a la hija en la cabina del auxilio, De la Vega (cuya Hermanos de sangre es uno de los títulos más logrados de lo que podría llamarse Nuevo Terror Argentino) procede al más puro estilo Hitchcock: hace que el gesto de desesperación de Cardinali sea excesivo y a su vez refuerza la hipérbole yendo hacia su rostro con un travelling corto, duplicando el drama con un movimiento semejante hacia el rostro angustiado de la niña. Cuando Cardinali maneja, todos los planos laterales están iluminados como los de Janet Leigh en Psicosis: con una luz difusa y pareja sobre su rostro, dándole una cualidad entre artificiosa y fantasmal. En la secuencia final, en la que todos los actores secundarios están tan siniestros como deben, Ferro está fotografiado con un cielo encapotado por detrás, signo de que la oscuridad tomó posesión de las alturas.