Aquel martes después de Navidad

Crítica de Federico Rubini - Cinematografobia

ESCENAS DE UN MATRIMONIO
El arte de la focalización

En los últimos años el cine rumano ha sido protagonista de un gran reconocimiento a nivel mundial, en gran parte debido a una seguidilla de films que han sabido alzarse con importantes premios en los festivales de mayor calibre del planeta. Títulos como La noche del señor Lazarescu (Cristi Puiu, 2005) y 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007) han sido galardonados ambos en Cannes y le han otorgado a Rumania un prestigio en el campo cinematográfico de los mayores de Europa del este. Es entonces que este año nos trae una película como Aquel martes después de Navidad, un film pequeño e intimista y a la vez de alcance universal por los temas que trata. Intentar esbozar la tesis de esta película sería una pérdida de tiempo; lo que vemos no es nada más ni nada menos que vida en estado puro, las situaciones que observamos en la pantalla no son sino experiencias que hemos vivido o que viviremos o que hemos visto a nuestro alrededor en la vida cotidiana.
La primera escena de la película consta de un plano de casi 8 minutos de duración en el que vemos a dos personas en una cama, justo luego de despertar. El constante reencuadre (casi imperceptible) y las actuaciones completamente magnéticas por su absoluta naturalidad hacen que el hecho de ser un solo plano pase por momentos desapercibido, dando lugar a lo que es este film: 18 (contados) momentos en la vida del protagonista, Paul. Porque es a través de él que vemos la acción, la película lo tiene a él como centro de focalización, y en los medios formales para lograr esto es en donde radica su grandeza. El relato se nos presenta desde el comienzo al revés: vemos a estos dos cuerpos desnudos en una cama y asumimos que son pareja. En la siguiente escena, vemos a Paul con otra chica en un centro comercial, comprando regalos para Navidad. No hace falta que se nos diga nada, ya el simple emplazamiento del protagonista en esa locación habla por sí solo: la persona que vemos ahora es su esposa. La que vimos en la primera escena, su amante. El conflicto entonces está muy claro desde el comienzo: Paul es un hombre de familia que se encuentra enamorado de otra mujer. Lo original de este film no es, definitivamente, el argumento, sino los métodos. Porque podría decir que esta es una de las obras más rigurosas que he visto en el último tiempo: posee un marcado estilo narrativo, principalmente en todo lo relacionado con la cámara y la puesta en escena. Es una coreografía constante en la que los actores hacen de todo menos eso que se llama actuar. Eso no es lo que vemos. Lo que vemos es, como mencionamos antes, trozos de la vida de este hombre, una narración focalizada (que varía todo el tiempo entre interna y externa, sabemos todo y al mismo tiempo sabemos poco) y también ocularizada a través del elemento formal del foco.

La utilización del encuadre, certero y simbólico, es uno de los puntos fuertes del film.
En todas las escenas (constituidas casi en su totalidad por planos secuencia de unos cuantos minutos) podemos ver el constante juego del foco, haciendo uso de una profundidad de campo escasa (pero nunca excesiva). En esa enorme escena que es la visita al dentista por parte de Paul, su mujer Adriana y su hija Nucu, en donde nos enteramos que la dentista que atiende a Nucu es nada más ni nada menos que Raluca, la amante de Paul, esta intencionalidad queda más que clara. Cuando Paul mira a Raluca hablar con Adriana y Nucu, la cámara permanece con ellas, dejando el rostro de Paul fuera de cuadro. Sabemos que su mirada está en Raluca y en nadie más. Incluso Adriana se yergue y también ella es cortada por el filoso borde del cuadro: a Paul no le interesa su esposa, ni siquiera su hija; no puede (ni quiere) sacar los ojos de encima de Raluca. Cuando ella se levanta y acomoda la lámpara, la cámara se ubica e introduce a Paul completamente en el cuadro, para luego quedarse con él mientras mira, entre disimulos, a Raluca. La escena del bar que le sigue, en donde Paul y Adriana hablan con dos amigos (quizás la escena más godardiana de todo el film) no hace más que contribuir a esto. La cámara danza entre la pareja amiga (los estamos escuchando) y Adriana y Paul (la vista perdida, claramente está sumido en sus pensamientos sin escuchar una sola palabra de lo que están diciendo).
Ya lo mencionamos al comienzo, pero vale la pena reincidir sobre el tema: la actuación de todos los involucrados en este film es abismal. En algún lugar leí que Mimi Branescu y Mirela Oprisor (Paul y Adriana, respectivamente) son marido y mujer en la vida real. Esto no me sorprendería, y sucede algo muy gracioso: podrá quitarle algo de crédito a la naturalidad que presentan ambos como pareja en la película, pero le suma muchísimo a los momentos de interacción entre Paul y Raluca. Ambos parecen conocerse hasta el último rincón del cuerpo, no son extraños y eso se ve en la pantalla. La utilización de los cuerpos por parte de Radu Muntean es interesantísima. Las posturas, las actitudes, los detalles presentes en dos escenas comparables como lo son la primera que mencionamos al comienzo de este análisis y la que Adriana se encuentra cortándole el pelo a Paul. En ambas vemos el cuerpo de Paul desnudo en su totalidad. Pero nada es igual. La forma de llevar ese cuerpo está claramente marcada por una gran dirección de actores y mucho, mucho ensayo. Lograr planos secuencia como estos no es algo fácil, y menos aún con momentos tan intensos como lo es, por ejemplo, cuando Paul le confiesa a Adriana que está enamorado de otra mujer. La duración de esta escena es de casi 20 minutos, y la del plano en cuestión es de 11 minutos. 11 minutos en los que se quieren, se odian, se golpean, se insultan.

La naturalidad de los protagonistas es una lección constante de actuación.
Y no podemos dejar de verla, tiene la intensidad de una película de suspenso cuando en realidad se trata de un drama conyugal. Este manejo de los tiempos y de las actuaciones es una de las principales razones por las que vale la pena ver este film. La representación se transparenta por hallazgos tanto a nivel formal como a nivel de la trama; la sensación más acertada sería decir que somos unos perfectos extraños observando la vida de estas personas que se aman y se odian, metidos entre sus sábanas, viviendo su intimidad como si fuera nuestra, asistiendo a una complicidad que inquieta justamente porque lo que vemos nos resulta demasiado familiar. Perfecta esquematización de un triángulo amoroso, sordo grito desesperado, Aquel martes después de Navidad con muy poco logra mucho; lo tiene todo sin sobrarle nada.