Anthropoid

Crítica de Diego Papic - La Agenda

El cine está en otra parte

Anthropoid cuenta la historia del asesinato del nazi Reinhard Heydrich, pero a pesar de la fidelidad a los hechos, no logra un efecto de realidad.

Es mayo de 1942 y el Tercer Reich está en su apogeo. La parte checa de Checoslovaquia está ocupada por Alemania. Reinhard Heydrich, el nazi más importante después de Adolf Hitler y Heinrich Himmler, la bestia rubia, el carnicero de Praga, es el Reichsprotektor de Bohemia y Moravia: en otras palabras, es el amo y señor de Checoslovaquia, el encargado de aplastar a la Resistencia y de poner a trabajar a todo el pueblo checo en la producción de armamento para abastecer al Reich. Heydrich también es, como si todo esto fuera poco, uno de los principales ideólogos -si no el principal- de la Solución Final.

Es mayo de 1942 y los jóvenes Jan Kubiš (28) y Jozef Gabčík (30), que fueron enviados en paracaídas por el gobierno checo en el exilio, se ocultan en distintas casas de simpatizantes de la Resistencia. Vienen de Londres con una misión fundamental que, de ser exitosa, cambiará el curso de la guerra pero también significará, muy probablemente, una sentencia de muerte para ellos: las órdenes son matar a Reinhard Heydrich.

Todo esto pasó de verdad y es uno de esos acontecimientos de la Historia tan tentadores para incorporar a una ficción. Tiene todo: héroes, villanos (¿hay mejor villano que un nazi?), traidores, romance (tanto Kubiš como Gabčík se enamoran de las hijas de las familias que los cobijan en secreto) y una ciudad hermosa, Praga, como telón de fondo. Hubo varias películas, de hecho: Los verdugos también mueren, dirigda por Fritz Lang con guión de Bertolt Brecht y música de Hanns Eisler -dos austríacos y un alemán exiliados- y El verdugo de Hitler, dirigida por otro alemán que había huído de los nazis: Hans Detlef Sierck, más conocido como Douglas Sirk. Ambas películas son de 1943: urgentes, de propaganda, no se preocupan demasiado por narrar los hechos con veracidad porque en ese entonces no se conocían con detalle.

En 2010, una novela sobre el asesinato de Heydrich ganó el premio Goncourt, el más prestigioso de Francia: se trata de HHhH, de Laurent Binet, que se inscribe en la tradición de las novelas históricas “meta”, que narran un hecho a la vez que el autor reflexiona sobre ese hecho y sobre la novela que está escribiendo, un poco al estilo de Javier Cercas o Emmanuel Carrère. El éxito de la novela de Binet y el hecho de que se inspire en un acontecimiento tan cinematográfico le valió tener su adaptación al cine. En febrero de este año terminó de filmarse, con Jack O'Connell en el papel de Jan Kubiš (que en Inquebrantable, de Angelina Jolie, ya había interpretado a un héroe de la vida real), Jack Reynor en el de Josef Gabčík y Jason Clarke como Heydrich (que ya había interpretado a un torturador, pero del bando de los buenos, en La noche más oscura).

La película de HHhH todavía no se estrenó, pero hoy podemos ver otra que se le adelantó descaradamente: no está basada en la novela de Binet -no explícitamente- pero tiene toda la pretensión de veracidad. Se trata de Anthropoid, de Sean Ellis, la película que finalmente nos ocupa en esta ocasión.

Quizás no fue buena idea haber leído la novela de Binet justo antes de ver Anthropoid. Al menos no lo fue en beneficio de la película. No tanto por la comparación entre libro y película, que siempre es conveniente no hacer, sino por las reflexiones de Binet sobre la representación ficcional de un hecho histórico, que son quizás lo que hacen de su novela algo superior a una mera narración de una anécdota -por más interesante que sea esa anécdota, por mejor narrada que esté-, y resulta imposible abstraerse de ellas observando Anthropoid.

Al comienzo de la novela, cuando Binet introduce a Josef Gabčík, dice: “Sé que reduzco a este hombre al vulgar rango de personaje, y sus actos al de la literatura: alquimia infame, pero, ¿acaso puedo hacer otra cosa?”. Más adelante dice, luego de relatar un diálogo entre un Heydrich niño y su padre: “No hay nada más artificial en una narración histórica que este tipo de diálogos, reconstruidos a partir de testimonios más o menos cercanos con el objetivo de darle vida a las páginas muertas de la historia. (…) Cuando un escritor intenta revivir una conversación de esta forma, el resultado a menudo es forzado y el efecto es el opuesto al deseado: ves con demasiada claridad los hilos que controlan a los títeres, escuchás con demasiada claridad la voz del autor en boca de estos personajes históricos”.

Es evidente que después de este tipo de comentarios, ver a un Gabčík interpretado por Cillian Murphy derramar lágrimas ante la muerte de algún personaje, o hablar en inglés con acento checo (supongo que el acento es checo, probablemente un checo notaría que ni el acento está bien, que parece más polaco o húngaro) derrumba toda posibilidad de verosimilitud. Son las convenciones del cine, me dirán; Binet puede darse el lujo de no reproducir diálogos porque puede jugar con las palabras, pero las películas necesitan diálogos.

Esto es verdad y si por un momento olvidamos los pruritos -quizá excesivos- de Binet y nos abandonamos, no sin dificultad, a la empresa de “ver una película de espionaje”, nos vamos a encontrar simplemente con una película mala. Y perdón, pero al menos en parte la explicación nos la dan las reflexiones de Binet. Sus pruritos pueden ser excesivos, pero son pertinentes.

Es posible que si los guionistas Sean Ellis y Anthony Frewin hubieran sido un poco más talentosos, o al menos cuidadosos, Gabčík y Kubiš habrían alcanzado un status de personajes menos vulgares. Tampoco ayuda el trabajo de Jamie Dornan como Jan Kubiš. Aunque en estos casos es difícil distinguir si el problema está en el actor o en el guión, lo cierto es que su Kubiš, con sus dudas y sus ataques de nervios, es la contracara del Kubiš que con tanto pudor puso en sus páginas Binet, al que se negó hasta a citar textualmente. Es probable que con un guión más inteligente y un actor más capaz, Binet estaría presente apenas en un parrafito ilustrativo en esta nota: su omnipresencia se debe a que Anthropoid le da la razón en todo (y a que acabo de terminar de leerlo, esto también es cierto).

Pero hay otro problema en la película que no tiene mucho que ver con los problemas de representación histórica. Dije antes que no hay mejor villano que un nazi (ya lo dijo Indiana Jones) y acá los nazis están prácticamente fuera de campo. No solo Heydrich está reducido a un blanco móvil interpretado por un extra: todos los nazis son extras, una multitud de uniformes que hablan en alemán y miran mal a los protagonistas. Hasta la masacre de Lidice -la completa destrucción de todo un pueblo y el asesinato de todos sus habitantes en represalia por el atentado- está fuera de campo. Anthropoid cuenta una historia real con fidelidad a los hechos, pero a pesar de esto -¿o a causa de esto?- produce un efecto de realidad muchísimo menor que el de, por ejemplo, una fábula fantasiosa como Bastardos sin gloria. A Anthropoid le falta un Hans Landa, y eso que tenía como materia prima a Heydrich. Incomprensible.

Hay una frase de Binet que marqué y que me tatuaría: “Para que cualquier cosa pueda penetrar en la memoria, es preciso antes transformarla en literatura. No está bien, pero es así”. De la misma forma que la conquista del Oeste se transformó en mítica gracias al cine, los actos heroicos como los de Kubiš y Gabčík (y todos sus compatriotas que dijeron “no” mientras el resto decía “si”, para citar a Cercas) quedan tallados en piedra gracias a novelas como las de Binet. En este caso, el cine todavía espera su turno.