Antes de la medianoche

Crítica de Juan E. Tranier - House Cinema

En busca del amor perdido

Nueve años separan a Before Sunrise (1995) de Before Sunset (2004), y otros nueve años más separan a Before Sunset de Before Midnight (2013). Este dato no es menor ya que el tiempo es el tercero en discordia en la pareja que conforman Jesse (Ethan Hawke) y Cèline (Julie Delpy). El tiempo y todas sus implicancias: como elemento delimitador de un espacio y un momento, como urgencia y, finalmente, como algo erosionador.

Juego de seducción. En Antes del amanecer Jesse conoce a Cèline a bordo de un tren que recorre Europa, éste logra convencerla de que bajen juntos para pasar un día en Viena. La noche es memorable y rebosa de amor, pasión y seducción. Hay poetas que surgen de la nada, bartenders que regalan sus vinos, pitonisas que auguran felicidad y sufrimiento por igual. Ambos son jóvenes y se encuentran mutuamente atractivos, física e intelectualmente. El momento es idílico y Richard Linklater no tiene intenciones de arruinarles este enamoramiento (por cierto, me gustan los términos en inglés para cuando la gente se enamora: to have a crush, que bien podría ser algo así como “aplastarse”, sirve para definir ese flechazo violento y repentino de cupido; o aquel, que es más sutil y poético, fell in love, que sería “caer en amor”, literalmente), salvo por la aparición de ese maldito entrometido: el tiempo, que, como decía el nefasto Gaspar Noé en su insufrible Irreversible (2002), todo lo destruye (ya veremos más adelante si esto es tan así). Jesse y Cèline deben retomar sus respectivos viajes y continuar con sus vidas. No sin antes jurarse que volverán a reencontrarse seis meses más tarde en esa misma estación de tren donde se despidieron.

En Antes del atardecer Jesse y Cèline se reencuentran, esta vez en París, pero muchos años después de aquel encuentro pactado que jamás se concretó: una serie de eventos desafortunados impidieron que nuestros tórtolos se pudieran reunir. Cada uno siguió adelante pero con la proyección (senti)mental del otro en sus propias vidas (Jesse se casó con una mujer a la que no ama y tuvo un hijo con ella, mientras que Cèline está infelizmente en pareja con un hombre al que no desea). De nuevo, el paso del tiempo y la idealización de aquella noche tienen un peso que hace insoportable la existencia de nuestros amantes. Jesse está de paso solo por un par de horas, presentando un libro que está inspirado en los sucesos de aquella noche (curiosamente, el libro se llama This Time) y Cèline va a su encuentro. La urgencia y la desesperación corroen a nuestros protagonistas por dentro (otro dato curioso: no se dan un solo beso en toda la película), la necesidad de abrazarse, de abandonarse al otro, la angustia de sentir que una línea de tiempo, donde ambos se encontraron en aquella estación de tren y fueron felices, corre en paralelo a esta miserable realidad que hace que sus propias existencias sean agobiantes. Y hacia el final de la película Linklater vuelve a regalarles un pedazo de fantasía romántica, dejando la puerta abierta para una potencial concreción de ese amor imposible.

Final del juego. Si en la primera parte de esta saga romántico-filosófica se respiraba un aire a Rohmer (en especial a sus Cuentos de las Cuatro Estaciones), en la segunda a Truffaut (y la saga del inefable Antoine Doinel); en esta tercera parte, Antes de la medianoche, inevitablemente se respira a Bergman (“a veces pienso que yo respiro oxígeno y vos helio”, le dice Cèline a Jesse). Jesse y Cèline, para nuestra sorpresa, llevan algunos años casados, y no solo eso, tienen hijas mellizas. Esto quiere decir que la fantasía se hizo realidad, que Linklater cumplió los deseos anhelantes de nuestros amantes. Pero algo no estaría funcionando del todo bien… Y ahora, ¿quién podrá defendernos?

En Grecia, nos reencontramos a nuestros amartelados protagonistas disfrutando el último día de vacaciones, luego de seis semanas de descanso. Jesse se despide en el aeropuerto de su hijo adolescente y la aflicción de estar separado de él lo acompañará a lo largo de toda la película. Aquí, una pequeña variante y una constante, la distancia y el tiempo que no se pasa junto al otro es determinante para definir los sentimientos, como en los films anteriores, pero el amor imposible que Jesse sentía por Cèline, y que ahora se concretó y se hizo realidad, se traslada a su hijo. Al tenerse el uno al otro y no anhelarse, el deseo, inevitablemente, fue apagándose o mudándose lentamente a otro lugar.

En la primera parte de la película se puede percibir un clima similar a las anteriores entregas de la saga, es decir, hay charlas dispersas sobre temas que van apareciendo de forma casual (en la tercera escena, luego de la del aeropuerto, hay una larga sobremesa y Jesse y Cèline ya no están solos, están acompañados por amigos), pero que reflejan el estado del amor y sus continuas metamorfosis (hay una joven pareja, apasionada, viviendo el tórrido torbellino del amor; hay dos parejas atravesando los conflictos de la mediana edad, es decir, conociéndose como personas adultas; y hay una pareja de ancianos, ya de vuelta de todo, buscando la paz y la tranquilidad). De hecho, es en este segmento, luego del almuerzo, que tienen una caminata (y otra larga charla, por supuesto) junto a las ruinas griegas, en un homenaje solapado a Viaggio in Italia (1954), de Rossellini (Cèline recuerda vagamente una película europea…), instalando la idea de que la historia y la vida personal de cada uno de nosotros es tanto o más importante que la Historia misma, así, en mayúscula.

Pero es ya en las últimas escenas donde Bergman se hace presente (Escenas de la vida conyugal, especialmente, y su continuación, Saraband), la discusión en la habitación del hotel es de una incomodidad pocas veces vista antes. Jesse y Cèline se disparan con munición gruesa sin dejar nada afuera: las relaciones sexuales, las infidelidades, el yo actual versus el yo idealizado del pasado, el paso del tiempo y la verdadera naturaleza del amor. Y aquí es donde Linklater baja a la realidad a nuestros queridos amantes, echándoles un baldazo de agua fría en la cara. El amor, en su primera etapa (como bien representaron Fadel, Mauregui, Mitre y Schnitman en El amor [primera parte]), es de una intensidad tan fuerte que permite sobrellevar la relación unos años más. Luego de esto, su tendencia natural es a disminuir y a reconvertirse, siendo el aprecio y el cariño la mejor de sus nuevas formas. La fantasía de reconquista, de volver a enamorarse, es desplazada y reemplazada por un proyecto en conjunto, por la construcción de una idea de familia, que es justamente lo que han hecho Jesse y Cèline. Al comienzo del film se los nota cómplices y divertidos, se conocen y se ríen de las mismas cosas, pero, tarde o temprano, el tiempo -oh miserable agente del destino-, se interpondrá entre ellos, revelando las costuras que los une.

Linklater hace, entonces, su mejor y más adulta película hasta la fecha, en tanto que el tiempo (y su percepción) siempre fue una de sus grandes preocupaciones, encuentra aquí la manera más real de representarlo: el tiempo ya no es un elemento que nos apura o que nos indica nuestra fugacidad, sino, por el contrario, es algo que se ha estancado y parece no moverse, cuando en realidad sí lo está haciendo, no destruyendo todo a su paso, sino reconfigurándolo. Hay quien dijo por ahí que el final tiene un tono aleccionador, pero yo no creo eso, pienso que ellos eligen seguir juntos, a pesar del tedio y las penurias cotidianas, porque han superado la idea adolescente de un amor imaginario, han madurado y han entendido que el amor es una construcción constante y que permanentemente sufre alteraciones y cambios de forma. Como dice aquella canción tan conocida, es el amor después del amor.