Anna Karenina

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Love story

En principio he de confesar que si bien podría obviarse el titular la nota con una referencia directa con algún otro texto ya sea fílmico, literario o musical, a mi eso no sólo me gusta sino que además me sirve de disparador para adentrarme en el filme a analizar.
La historia de ”Anna Karenina”, novela escrita por León Tolstoi, es mucho más que un drama romántico, un amor trágico. La obra fue publicada por primera vez en 1877. Puede ser pensada como una gran representación literaria de la sociedad rusa de aquel entonces. Narraba la historia de un pecado de amor, la infidelidad de Anna para con su marido Karenin, con el Conde Vronsky.
Paralelamente se iba construyendo la historia de Lev, un terrateniente con ciertas ideas progresistas, en relación al contrato con sus obreros del campo, y al mismo tiempo enamorado de Kitty.
Estas dos historias son las que recorren toda la novela, con diferencias en cuanto al nivel de importancia por el desarrollo de las acciones, pero no así como representación de los distintos grupos sociales que describen y la hipocresía de una sociedad en decadencia, en contraposición, al naturalismo de la otra historia de amor, más del orden de lo natural.
Toda esta introducción viene a cuento porque la producción dirigida por el londinense Joe Wrigth, de quien viéramos “Orgullo y Prejuicio” (2005), “Expiación, deseo y Pecado” (2007), se aventura más por las formas que por el contenido, se pone en riesgo al intentar, y por momentos lo logra, llevar el estado de representación en diversas formas de signos con un sólo modelo de registro.
“Anna Karenina” tiene múltiples versiones cinematográficas (11 en total, desde las dos primeras, rusas del periodo mudo, 1911 y 1914, a la que nos ocupa), siendo de las más recordadas la mítica interpretada por Greta Garbo, en 1935, o la animada por Vivien Leigh en 1948, pasando por la interpretación de Sophie Marceau en 1997, sin dejar de lado la versión rusa de la década del 60, o la adaptación en Ballet interpretado por Maia Plisetskaya en 1976.
Quedaba claro entonces que una nueva traslación de la obra literaria, considerada como de las más importantes de la historia, debía necesariamente imponerse desde otro lugar que el narrativo ya muy conocido y muchas veces mal copiado.
El filme abre y nos ubica en un teatro, esquema de representación que será llevado al extremo por el director, y nos plantea una dualidad de recorrido, el que intenta instalar desde la estructura narrativa implicada en la estética, la puesta en escena y la historia que respeta en su progresión a la novela que la inspira.
Se corre el telón, literalmente nos enfrenta a una escena típica de ballet, donde todos los personajes configuran con sus movimientos una coreografía. Rápidamente la cámara abre otros espacios que pueden ser tan cerrados como el primero: las bambalinas del teatro, o espacios abiertos netamente cinematográficos.
Hay una concepción de los espacios de representación audiovisual que terminan siendo la vedette de la producción, pero ello no significa que deje de lado la historia y sus implicancias, tanto sociales como de denuncia, que se encuentran en la novela.
Entonces podemos hallarnos frente a una obra de teatro, o una película propiamente dicha, que hasta aísla y promueve la pintura como otra representación, en especial cuando la narración hace anclaje en la relación de Anna con su hijo.
Va rompiendo con los cánones que el mismo construye sorprendiendo al espectador, pasando de un juego de especular entre la ficción dentro de la ficción jugada como realidad.
Lo que en teatro se denomina la ruptura de la cuarta pared, aquí se muestra sin condicionamientos en los decorados puestos y mostrados como tales, si los fondos son de cartón así se muestran.
También se da tiempo el realizador para incluir los hitos importantes de la fábula, como ejemplo la instalación del episodio del tren y la muerte del obrero que se oculta rápidamente, o la accidentada carrera de caballos donde Anna da cuenta del amor por el Conde, jugadas también como en espejo dentro de un teatro entre los protagonistas de la escena y los espectadores de la misma.
Posiblemente esta arriesgada traslación estética y narrativa tenga finalmente defensores incondicionales y detractores a ultranza.
Lo que no se puede negar es que se esta frente a una obra que se arriesga ha hacer algo diferente aunque no del todo original, y no tiene por que serlo.
Todo lo descripto hasta ahora esta sustentado en principio por un guión de muy buena factura escrito por Tom Stoppard (autor de los guiones de “Brazil”, 1985, y “Shapespeare con amor”, 1998), la dirección de fotografía necesaria para que los saltos que se producen por los cambios de estructura de representación, léase cine, teatro, pintura, no se vivan como alteraciones. La muy buena dirección de arte en general, y del diseño de vestuario en particular, rubro éste último que le significó ganar el Oscar de la Academia de Hollywood.
Posiblemente lo más desparejo sean las performances actorales o, más específicamente, en principio el casting. Keira Knightley cumple en su rol de heroína; no así su partenaire Aaron Taylor-Johnson como el Conde Vronsky; que de niño mimado y caprichoso, con gestos inadecuados, no puede salir muy bien parado Matthew Macfadyen en el papel del hermano de Anna; en tanto que como figura sobresaliente encontramos a Jude Law, como Karenin, el esposo engañado. En roles menores aparecen las siempre inquietantes Emily Watson y Olivia Williams, como la Condesa Lydia Ivanova y la Condesa Vronsky, respectivamente.
Lo dicho, un filme con historia que podrá tener miradas negativas o de aprobación, pero nunca de indiferencia.