Amor de vinilo

Crítica de Luciano Mariconda - A Sala Llena

NACIONES UNIDAS

Menos que una película sobre el romance improbable entre una curadora de museo atrapada en una relación oxidada y un músico en decadencia artística y personal, Amor de vinilo es la demostración del vínculo saludable de Inglaterra con Estados Unidos. Los cancilleres de esta comedia romántica son tres protagonistas que, en apariencia, conforman un triángulo amoroso. Sin embargo, el director Jesse Peretz y los guionistas Evgenia Peretz, Jim Taylor y Tamara Jenkins (realizadora de la reciente Vida privada) enderezan el rumbo del film antes de caer en las garras siempre afiladas del género. Basada en la novela de Nick Hornby, Amor de vinilo esquiva también los vicios de la comedia de enredos. Los sentimientos no necesitan esconderse detrás de un mueble o dentro de un placard: el amor se sella con una mirada desde el otro lado de una calle y el dolor se comparte bajo los encantos de un cover respetuoso.

Empecemos por el principio. Annie (Rose Byrne) lleva una relación de quince años con Duncan (Chris O’Dowd), un profesor universitario que dicta clases de cultura americana. Viven en Sandcliff, un pueblo costero inglés, en donde Annie trabaja en el museo que heredó de su padre. Rápidamente el film retrata la vida de ambos desde la perspectiva de esta mujer: ella cuenta –con cierto grado de imploración en la voz, como un grito de auxilio sofocado por el pesar– cómo abandonó sus estudios en Londres para arriesgarse a vivir con alguien más interesado en darle otra vez play a los discos de su ídolo Tucker Crowe que en cruzar los límites interprovinciales de Inglaterra.

En una de las primeras escenas, Annie saluda con afecto enmascarado a los vecinos. Sus aspiraciones son otras y sus ojos sin demasiado interés frente al resto de los ciudadanos de Sandcliff son la prueba suficiente para saber que el deseo está en otro lado. Duncan, mientras tanto, acomoda la realidad alrededor del trabajo y de la página web que engloba a un grupo reducido de fanáticos de Crowe (interpretado con soltura por Ethan Hawke). ¿Pero quién es Crowe y por qué tan pocos hablan de él? Se trata de otro rockero de los años 80 que, luego de lanzar un gran disco, desapareció sin anunciar un motivo. El misterio es uno solo pero las teorías sobre su desaparición abundan. Sin embargo, muy equivocadas están las conjeturas grandilocuentes sobre su paradero: vive en un garaje detrás de la casa de su ex pareja con quien tiene un hijo.

Enojada con Duncan, Annie escribe una reseña maliciosamente negativa sobre un disco de Crowe desconocido hasta ese momento. A través de la magia de Internet, la curadora de museo y el rockero con desenlace salingeriano se ponen en contacto. En lo que parece una versión trasatlántica de Tienes un email, Amor de vinilo ocupa una buena parte de su duración en esa correspondencia. Al principio, los mails son concisos y tímidos, la complicidad cordial solo se hace presente cuando se refieren a la música jubilada del ex ídolo. Con el correr del tiempo, estos se harán más extensos y la cantidad de caracteres no se verá limitada. Desde distintos rincones del mundo, comenzarán a hablar de deseos menguados, momentos de felicidad insustanciales y miedos que el valor aun no pudo vencer. Y como debe ser, gracias a la fortuna del destino, ambos se encontrarán en territorio inglés.

Hace algunos años se estrenó Directo al corazón, una película sobre un músico en decadencia interpretado por Al Pacino que buscaba, como Tucker, encausar su vida por torrentes más serenos. Era un film sincero, hecho con los engranajes más pequeños pero siempre útiles de la comedia y las piezas más duras del drama. Amor de vinilo, con sus protagonistas lastimados, errantes y que dudan entre qué es lo mejor para los otros y qué quieren realmente para sí mismos, pertenece a ese grupo de películas sobre músicos que deben luchar contra una realidad desnutrida, un terreno donde John Carney (Once, ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? y Sing street: reviviendo los 80s) es el apóstol de esta década. En pleno homenaje con este realizador, ¿es Amor de vinilo una película sobre las relaciones amorosas, sobre la difícil responsabilidad de ser padre o sobre el vínculo patológico entre fanáticos e ídolos?

Con reverencia a las herramientas más honradas de la narración clásica, en su segunda mitad la película habrá movido las piezas de su lugar de origen. Uno de los méritos de Peretz es avanzar su obra con un montaje y un ritmo decididos, envidiable en su seguridad interior. Amor de vinilo funciona mucho mejor en las escenas que describen la intimidad –y todo lo que eso conlleva– entre dos personajes que en las secuencias prefabricadas donde se depositan padres, hijos y ex parejas a reclamarle atención a un guion que tiene el interés puesto en lo que sucede con tres almas perdidas en un pequeño pueblo costero de Inglaterra. Esto no quiere decir que los personajes secundarios (satélites con el objetivo riguroso de no desviarse del curso de sus órbitas) sean apéndices sin valor vital: la hermana lesbiana de Annie y sus novias cambiantes, el hijo menor de Crowe y el intendente de Sandcliff exprimen el jugo del estereotipo en los momentos indicados.

El placer de esta película se encuentra en la amabilidad de los rostros, en la solidaridad en tiempos donde el silencio y el desencuentro le ganan a la armonía de una canción noble. No hay héroes ni villanos en Amor de vinilo, y si esto parece lógico de decir es porque el material podría brindar múltiples alternativas para que los personajes sean caracterizados bajo las metafóricas pieles maniqueas que representan los lobos y los corderos. Peretz y sus guionistas arman un ejercito de protagonistas con sus méritos y sus fallas, en donde la música (y el arte en general) no es otra cosa que el refugio muy cómodo que mucha gente usa para no enfrentar las responsabilidades de una vida diariamente avinagrada.

Se sabe que estadounidenses e ingleses pueden ser muy distintos entre sí y la decisión deliciosa de esta película se halla en no anular esta oposición, pero sí en conocer el momento de abandonar a tiempo un chiste que se podría estirar demasiado. La prolijidad británica debe chocar con la decadencia cool americana en medidas justas: ella envía sus mails enviciada por el vapor de un té earl grey mientras él responde desde la comodidad de un sillón sufrido por el paso y el peso del tiempo y los cuerpos que yacieron en él. En una de las mejores secuencias de Amor de vinilo, Crowe oficia de diplomático: se sienta frente a un teclado y canta una canción de The Kinks frente a un pequeño auditorio; aunque en realidad, detrás de las estrofas y las notas musicales, se trata nada más ni nada menos que un regalo que cruzó todo el océano para llegar a los oídos de Annie (y de Duncan, claro).