A Roma con amor

Crítica de Marcelo Zapata - Ámbito Financiero

De la medianoche francesa al sol italiano

A esta altura de su vida Woody Allen se ha dedicado a hacer el cine que le viene en ganas, y quizá por eso sus dos últimas películas europeas, ésta y la anterior «Medianoche en París», son de las más libres y frescas de su carrera. Así como hace mucho que la edad le impidió seguir jugando al galán (intelectual y neurótico, pero galán al fin), es evidente que tampoco se propone ya remedar a Bergman, Antonioni, Kurosawa o Fellini, o concretar su propio «Rey Lear» monumental, como dijo alguna vez. No hay más tiempo.

Pero por fortuna, antes que deprimirse, esa certeza lo liberó: no tiene que rendirle cuentas a nadie; ni a los críticos fundamentalistas y resecos como una pasa de uva, ni a los italianos que le condenaron la fotografía turística (sí, los exteriores son una visita guiada), ni a los norteamericanos off-Nueva York que continúan y continuarán sin entenderlo, ni -sobre todo- a su propio ego: no puede rodar «Amarcord» o «Cuando huye el día», de acuerdo, pero al menos hace esta «A Roma con amor» que rebosa de placer.

En la película hay una broma capital que define lo que hoy ha de estar sintiendo: Judy Davis, su esposa en la ficción, es psicoanalista, y en un momento ella dice, refiriéndose a él: «Es la única persona que en lugar de tener un Ello, un Yo y un Superyó, tiene tres Ellos». Más adelante, él le responde: «Si lo ves a Freud, reclamale que me devuelva toda la plata que me sacó durante mi vida».

Así sin Freud, neurótico sin que le importe, Woody Allen recuperó su identidad, o su marca de nacimiento: «A Roma con amor» no es otra cosa que un largo y chispeante monólogo de stand-up, camuflado tras la forma de comedia coral, con multiplicidad de personajes, historias y situaciones, y habitado exclusivamente por fantasmas, esos mismos fantasmas que venían desde el París de la Generación Perdida en su film anterior y que ahora se trasmutan en las gozosas sombras de una cultura en crisis, velozmente mutable, contra el fondo de las postales de la «Ciudad Eterna». «A Roma con amor» es una película-vinilo, una película orgullosamente analógica. De allí Woody Allen no se va: la cultura digital les pertenece a quienes viven un presente donde no está, como en el suyo, una Ornella Muti otoñal, apareciendo de manera casi etérea, y seguramente irreconocible para ese público nuevo.

El personaje de Allen es el de un productor de discos y régisseur de ópera al que le repugna la idea de jubilarse: excéntrico hombre de vanguardia, en su carrera llegó a montar, entre otras cosas, un «Rigoletto» protagonizado por ratas de laboratorio (chiste que hará reír sólo a quienes no frecuenten demasiado la ópera, ya que para más de un puestista podría ser una propuesta más que atendible). El encuentro con su futuro consuegro, un funebrero que sólo canta bajo la ducha (interpretado por el tenor Fabio Armiliato, viejo conocido del público del Colón), es uno de los momentos más felices del film, en especial por el desenlace que tiene.

Sin embargo, no sería riesgoso apostar a que su auténtico «alter ego» en «A Roma con amor» no es él mismo sino el personaje encarnado por Alec Baldwin, quien dice padecer «melancolía Ozymandias» (referencia al famoso soneto de Shelley sobre el rey Ozymandias, de cuya vasta obra ya no quedan más que huellas).

Baldwin, un arquitecto famoso, se pierde por las callecitas del Trastevere y se topa con un joven estudiante de arquitectura, que vive en la misma casa que él habitó en sus años universitarios. Tampoco es difícil advertir que, en esa «melancolía fantasmal», ni ese estudiante es real, ni son reales su propia disyuntiva amorosa entre la muchacha sensata con la que vive y otra que le hará, desde su locura y terrible atracción, la vida imposible. La omnipresencia de Baldwin en la vida de ese estudiante, que no es otro que él mismo de joven, no sólo «espeja» la historia (si se supone que Baldwin también es Allen), sino que le permite al film liberarse, aun más, de cualquier corset de verosimilitud. Para anotar: la cita que hacen tanto Baldwin como el estudiante de la película «The Fountainhead» (que en la Argentina se llamó «Uno contra todos») y su protagonista, el rebelde arquitecto Roark, una creación de la novelista Ayn Rand que hoy sería subversiva, habla a las claras de esos fantasmas que ya no existen.

En ese marco, no el del fluir de la conciencia sino el del relato de stand-up escenificado, también hay lugar para el provinciano cuya flamante esposa se pierde con un actor y él, a su vez, con una de esas prostitutas típicas del cine de Allen (potenciada ahora por una Penélope Cruz más tentadora que nunca), o para el hombre gris súbitamente famoso y rodeado de paparazzi que interpreta Roberto Benigni, en la subtrama tal vez más previsible de todas. Pero, gracias a ella, se dio el gusto de cerrarla en la Via Veneto, exactamente en la misma acera de «La dolce vita».