A Roma con amor

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Lo que impresiona no es tanto el relajo estético que parece estar atravesando Woody Allen sino la manera en que lo perpetra. Por si todavía quedaban dudas después de Vicky Cristina Barcelona o Medianoche en París, A Roma con amor viene a confirmar unas sospechas un poco inquietantes: que el neoyorquino está grande pero no se equivoca; que las películas no se le van de las manos y que mantiene un control pleno sobre ellas; que todo lo que se ve y escucha son objetivos fijados por el director y nunca errores cometidos durante la filmación o en la sala de edición. La primera escena de la película se encarga de dejar esto bien en claro: dos personajes se conocen por casualidad, se gustan y, en apenas tres planos fugacísimos, se muestra cómo se ponen a salir, son pareja y deciden presentarse a sus respectivos padres. Hayley es una estudiante estadounidense de vacaciones que anda buscando la Fontana di Trevi (homenaje a Fellini, se dirá, pero también lugar de paso obligado de cualquier recorrido turístico romano); Michelangelo un habitante de Roma. Las diferencias no representan un obstáculo para el encuentro porque él, debido a sus constantes viajes a New York, habla un inglés fluido (después nos enteramos que trabaja de abogado de personas que no pueden costearse una defensa legal y que adhiere a un izquierdismo cerrado al diálogo, y uno se pregunta cómo es que el personaje llegó a ser tan cosmopolita). Pero nada de eso importa, parece decirnos el director cuando relata la unión de esos dos perfectos extraños en tres planos que duran un par de segundos cada uno. El que avisa no traiciona, y no debería sorprendernos que en las sucesivas historias haya personajes que realizan una especie de viaje en el tiempo (pero conservando el presente como paisaje), vean cambiada su vida drásticamente de manera misteriosa y casi mágica, o se descubran envueltos en una serie de enredos grotescos propios de la comedia disparatada más grasa.

A esta altura es casi una obviedad señalarlo, pero el cine de Woody Allen, que durante mucho tiempo fue una exploración de un universo y unas criaturas particularísimas, ahora ensaya una especie de amalgama a nivel casi planetario, que licúa las diferencias regionales y de época en pos de quién sabe qué búsqueda autoral (una búsqueda humanista, seguramente, porque a ninguna otra cosa puede servir el borramiento de tantas realidades heterogéneas). El tradicional interés del director por la pareja y la constelación de temas circundantes (matrimonio, infidelidad, convivencia, amor) está presente en A Roma con amor, sí, pero la forma en que esos temas se integran en la trama lo despojan automáticamente de cualquier interés. En este sentido, la película se revela como liviana en un sentido bien abarcativo, casi como manera de entender la vida y el cine. Los nuevos personajes de Allen pueden relacionarse, cambiar de profesión, sufrir modificaciones fundamentales en sus vidas o visitar su propio pasado, siempre sin ningún tipo de barrera, limitación o sufrimiento; también el espacio se recorre sin un costo físico o de tiempo (el único viaje que se muestra es el de los padres de Hayley, y la escena en el avión –brevísima– cumple la función de presentarlos y no aspira a narrar el traslado de un continente a otro). Si alguna vez Woody Allen fue un explorador de lugares y gentes particulares (New York, clase media educada), hoy se erige como un narrador que no piensa en términos geográficos ni temporales, interesado solo en contar historias despojadas de cualquier especificidad. El resultado es que los personajes se convierten en estereotipos sin demasiada carnadura narrativa; son chatos, con unos pocos atributos que vienen a construirlos desde una única faceta. Así, en buena medida quedan librados a la suerte de sus intérpretes: el cuarteto compuesto por John, Jack, Monica y Sally (Alec Baldwin, Jesse Eisenberg, Ellen Paige y Greta Gerwig) representan lo mejor de la película; ellos resultan los más interesantes y los más creíbles, y su historia es la que mejor aprovecha las relaciones entre los personajes, incluso la imposible que se da entre John y Monica (ubicados, suponemos, en planos temporales distintos). Uno intuye que la fuerza de ese relato está no solo en la calidad de los actores sino también en el hecho de ser el único que recupera algo de las viejas historias del director: un grupo de gente joven, tentaciones, manipulaciones románticas y una infidelidad, todo contado con gracia, atención a los detalles cotidianos y sin intento atisbo de moralina; al menos esa historia recuerda a lo mejor del cine de Wood Allen. El resto es apenas un recorrido cómodo y pintoresco por una Roma de postal, e incluso los chistes buenos (como el de la ducha) son utilizados y exprimidos hasta que aburren y pierden toda su frescura.