7 cajas

Crítica de Gonzalo Villalba - Espacio Cine

7 cajas made in Paraguay

Quizás la escena inicial en la cual el protagonista, Víctor (Celso Franco), mira fascinado la película emitida por TV, suponga la propia puesta en abismo de 7 cajas. En tanto la construcción del plot conjuga el marco externo de los géneros clásicos, dirigidos a enfocar la rutina interna de la vida paraguaya, la película consigue un relato inteligente al mismo tiempo que atractivo, cautivando la mirada coincidentemente con la contemplación embelesada que muestra Víctor. Por ello, el film es consciente de que no puede darse el lujo de la solemnidad: la economía narrativa es puro vértigo por cuanto la trama elige recursos truculentos efectistas, cuyo privilegio desvía a la reflexión moral que impone ralentizar los tiempos en el relato. No hay momento para el bajón, el fondo social deprimente permanece como tal: esto es, escenografía explicativa de la cadencia precipitada de los hechos, dentro de la cual hay que salir todos los días a ganarse (o perder) la vida.
El vértigo formal también tematiza en la violencia cotidiana del mercado donde se ambienta la película, en el cual la lógica de vida –legible en términos de supervivencia– alegoriza las relaciones perversas de explotación diaria, naturalizadas en el esquema asimétrico que distingue las regiones de la periferia capitalista. Aquí, todo no sólo puede ser vendido sino que debe, puesto que las condiciones sociales son paupérrimas en virtud de un estado únicamente presente para el castigo (aunque, torpemente, la policía siempre está acechando), precipitando las chances de que la vida acabe en cualquier momento (sea por no tener dinero para un medicamento, un embarazo descuidado por la necesidad de trabajo, o el transporte de lo que fuere a cambio de la recompensa en dólares). Si el estado desaparece, también invisibiliza la noción de ciudadanía: antes bien de paraguayo, se es guaraní (aquí tampoco hay lengua oficial, sino habla enrevesada entre castellano y guaraní), en la misma dirección que antes de vecino, se es consumidor: ahí el deseo de Víctor por comprar el teléfono celular desencadenante de toda la acción.
Ahora bien, esa representación acierta en la evasión de la tentación por el tono moralizante en tanto la narración no se eleva sobre los personajes, sino que introduce la cámara fisgona en ese otro mundo para imaginarlo portador de un código propio. De este modo, la empatía con los habitantes es construida mediante el uso correcto de géneros: no diremos magistral, porque creemos que ello implica un plus de desvío creativo (pensamos en Tarantino y más cercano, Caetano), aquí ostensiblemente ausente por la fuerte reproducción de las convenciones. Esto último ocasiona que, por momentos, el film recaiga en escenificaciones sobrecodificadas cuya cita explícita resiente la ficcionalización local que intenta montar 7 cajas. Al respecto, destaca la resolución folletinesca que explicita el rol de villano en Nelson (carretillero enemistado con Víctor), mediante la toma insistente de una sobreactuada mirada fulminante (Derek Zoolander, un poroto) junto a la puesta en escena de las persecuciones que calca la gramática norteamericana. Particularmente aquí, la escena en la cual Víctor corre tras quien ha robado una de sus cajas es diferenciable sólo por el vestuario y ambiente pobres respecto de la secuencia seriada de acción vertiginosa, plausible de reconocer en cualquier producción del montón hollywoodense.
Allí mismo es válido interrogarse sobre el valor calculado con la mera reproducción convencional, en tanto si la pretensión es demostrar la capacidad de realización local en términos mensurables por el big entertainment, cualquier desplazamiento en la gramática de géneros institucionalizada emerge como riesgo innecesario. Quizás –a expensas de comparaciones siempre odiosas–, hubiera sido esperable de este opus uno de la dupla paraguaya Maneglia-Schémbori, la propia reinvención del policial hecha por Stagnaro-Caetano, otra dupla que supo apropiarse del género mediante el protagonismo de los jóvenes abúlicos de Pizza, birra, faso (1998), declaración de principios de la ciudadanía consumista cobijada en los años del menemismo, tan cercana a la ambición de vida o muerte que Víctor experimenta por comprar el teléfono celular