45 años

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Los materiales iniciales de 45 años parecen discretos, escasos, casi pobres: los Mercer viven un plácido retiro en una casa en el campo hasta que una carta dirigida a Geoff trae noticias de un romance del pasado que trastoca la relación de los dos. Desconcierto, sospechas. La antigua amada anuncia su regreso, después de medio siglo de ausencia, desde un bloque de hielo en los Alpes que, parece, habría garantizado la conservación del cuerpo y hasta de su ropa. A partir de esa consigna, el director Andrew Haigh consigue que el universo de sus protagonistas, hecho de pequeñas cotidianeidades de provincia, cobre un espesor cada vez más evidente: los gestos imperceptibles, los movimientos erráticos del cuerpo maltrecho de Geoff, las pequeñas anotaciones que hace el relato sobre la rutina, todo acaba por establecer un vínculo entre Kate y Geoff en el que ella resulta ser una presencia demasiado fuerte, protectora pero algo sofocante, que dirige en parte la vida del esposo al que le cuesta un poco escapar del gobierno de su mujer. Haigh trabaja el drama sin caer en marcaciones psicológicas: prácticamente todo surge de la interpretación de los actores, de sus acciones, de los gestos leves con los que llenan el día a día. Adoptando el punto de vista de Kate, el guion apuesta al misterio (¿a dónde va él? ¿Tiene pensado viajar a Suiza para reconocer el cadáver?) tanto como al desempeño notable de Tom Courtenay. Su Geoff, hombre mayor enfermo, que todavía padece las secuelas de un ACV y que alguna vez supo ser de izquierda y coquetear con la militancia marxista, resulta en la actualidad un ser gris y apagado que se mueve con dificultad por la casa, que no sabe bien cómo llenar las horas libres (agarra libros que no lee, se propone arreglar utensilios domésticos rotos que no arregla). Hay incluso alguna clase de morbo en el interés de la película por relevar hasta el más pequeño e insignificante de los tics del personaje, su permanente desorientación, la dificultad con la que emprende hasta la tarea hogareña más minúscula. La vuelta de ese amor desconocido para Kate acaba por hacer de Geoff alguien misterioso, errático, que pareciera esconder más de lo pensado detrás de su incapacidad física, como si la enfermedad y sus efectos no fueran más que una máscara con la que la película da forma ya no a un hombre sino a un enigma. De paso, pone en jaque la voluntad de control de ella: la relación con la otra mujer le demuestra que no sabe todo de Geoff, que no administra completamente la existencia y los sentimientos del marido. Al tomar el punto de vista de Kate, se vuelve el vehículo afectivo del relato: al revés de lo que ocurre con el esposo, sabemos todo del sufrimiento de ella, de sus dudas, de sus celos, sobre todo ante un descubrimiento relativo a la maternidad. La película manipula el suspenso de manera ostensible siempre en torno de breves escenas cotidianas en las que uno y otro suelen compartir el espacio del encuadre y dejan ver en la pantalla una familiaridad y una complicidad que refuerzan la credibilidad de la ficción de Haigh. Pero el director, más o menos invisibilizado detrás de su propia maquinaria narrativa, decide salir a la superficie y dejar ver su mano, hacer patente su presencia, en dos planos groseros: en uno, cuando ella toma conciencia de estar perdiendo a Geoff y, por obra de una corriente de aire poco verosímil, una puerta se cierra muy, muy despacio detrás de ella; en otro, durante la escena inmediatamente posterior, la protagonista camina por una calle llena de gente y aparece rodeada milimétricamente de ¡una madre con un carrito de bebé! de cada lado. Uno se pregunta a qué obedecen estos subrayados, qué hace que el director olvide el rigor inicial, su habilidad para registrar con cierto pudor los intercambios entre los personajes y la casa, y se entregue a estos golpes de efecto inncesarios. El resto del tiempo, Haigh parece conservar su singular habilidad para los planos distantes legibles y que favorecen el surgimiento de tensiones, demostrado de paso que la economía visual en muchos casos puede servir para contar más. La película no asume demasiados riesgos, es cierto, más bien transita cómodamente por el camino un poco borroso del drama gerontológico con algunas dosis suplementarias de misterio, y el desenlace sugiere en parte una falta de compromiso, cuando el director juega a dejar todo abierto porque tampoco parece tener demasiada idea de cómo cerrarlo.