Río Turbio parte de una prohibición. Según el mito de los pueblos carboneros, el ingreso de una mujer a la mina hace que la tierra se ponga celosa. Las consecuencias son fatales y terminan siempre con la muerte. Río Turbio parte de la astucia. Al no poder filmar adentro, la realizadora Tatiana Mazú elige otra estrategia: toma distancia y como una bandida de una película western, vigila la zona desde lo alto de una meseta. Mientras tanto, hundido entre nieve y niebla, las entrañas del pueblo continúan protegiendo sus misterios. Río Turbio parte del silencio. Silencios masculinos que la comunidad se ve obligada a respetar: “pasan cosas ahí abajo”, “no cuentan”, “es que son muy para adentro”. Y frente a esos silencios, alguien tiene que alzar la voz. Ese rol le pertenece a las esposas, a las viudas y a las hermanas de los mineros. Ellas son el sostén indiscutible del desarrollo de la actividad minera y de la búsqueda de mejores condiciones laborales. “A aquellos que dicen que los mineros no deberían ganar lo que ganan, los invito a una semana a mina” dispara desafiante una de ellas. Es que Río Turbio parte también (y sobre todo) de las luchas sindicales impulsadas por las Mujeres del Carbón, quienes buscaron -y aún lo siguen haciendo-, contrarrestar el clima trágico y opresivo bajo el cual está sumergida la localidad. Los testimonios circulan mediante mensajes de Whatsapp que la realizadora tiene con su tía o a través de comentarios siempre a punto de ser sepultados por interferencias y ruidos inalámbricos. Un combate subrepticio, clandestino, de mujeres sobre tierra de hombres. El largometraje se puede pensar como una excavación ardua, creativa y lúdica. Un continuum siempre listo para reelaborarse. Un work in progress compuesto por imágenes de archivo, fotografías, mapas y planos de la mina que dan cuenta de un “estar en pugna” ante un posible ataque de una fuerza tan concreta como omnipresente. El patriarcado o la explotación laboral. La blancura de la nieve o la negrura del hollín. No se nombra al enemigo pero se lo tiene bajo la mira. Se rastrean sus pasos, se los escucha. En este sentido, el diseño sonoro es perfecto, inobjetable. La textura rugosa y esa imposibilidad, la de nunca poder ubicar la fuente de donde provienen los ruidos, incrementan la desesperación. La turbiedad perceptual que se vive adentro a la mina es trasladada a este lado de la pantalla. Mazú asume la densidad de los elementos trabajados, no para comprenderlos o alcanzar por fin el sustrato último. Más bien su labor es la de perforar donde sea y como pueda, y en esa búsqueda ir develando nuevas capas de sentido. Su historia personal como mujer puede incluso sumarse a la mesada de los objetos de estudio. Río Turbio parte entonces de lo individual, de lo pequeño, y con eso, proyecta una reflexión universal. Enlaza las luchas del pasado con las del presente y ya que está, se lanza a elucubrar un panorama de ciencia ficción donde las máquinas logran volverse armas de construcción masiva puestas al servicio de ese golpe definitivo y ansiadamente liberador. Ese golpe listo para disipar, de una vez y para siempre, la niebla que impide ver.
¿Cómo filmar un cuerpo sin voz? O mejor dicho, ¿cómo filmar el gradual aumento de volumen de una voz hasta no hace mucho tiempo apagada? A la primera pregunta, las realizadoras Adriana Yurcovich y Mariana Turkieh lo resuelven de forma fácil y efectiva: a través de la voz de otros. Entre vecinos de Lafererre se nos presenta a Mari: una empleada doméstica que como tantas otras viaja regularmente del conurbano a Capital, de la periferia al centro, para limpiar casas de terceros; entre ellos la de la propia Yurcovich. Pero la historia de Mari, María Luisa, es también la de una herida larguísima que atraviesa a su madre y eclosiona en la realidad de miles de mujeres víctimas de violencia de género. La gente del barrio que la conocía coincide en el mismo argumento: uno nunca sabe qué pasa del otro lado de la puerta, uno puede mostrarse amable y adentro “ser un monstruo”. El rol de monstruo en este caso le corresponde a Oscar. Marido y golpeador. Posesivo y celoso. Una figura semi invisible para el documental, a la que nunca le vemos el rostro pero de quien, por declaraciones de ella misma, conocemos sus crueles conductas durante la relación marital. Desde tener que pedirle permiso para salir del hogar hasta reprimirse en lo que podía o no podía decir. Para la mente de su esposo, retrasarse de sus actividades diarias era sinónimo de engaño, de que estaba con otro; y desde ese control psicológico hasta el ejercicio de violencia física no existían puntos medios. Ahora bien, es la segunda pregunta -la de la consolidación de la voz- la que le interesa en verdad responder al documental. Es desde ahí, desde el inicio ascendente de la curva, desde el instante en que la protagonista decide abandonar ese averno para mudarse a una pequeña habitación en la casa de su empleadora donde se desprende el primero de tantos otros gestos empoderantes que irán transformando su vida hasta convertirla en lo que es y debe ser: una mujer libre con amigas, vida social y elecciones propias. Luego de deshacerse de su marido, en un turbulento proceso de hostigamiento telefónico, amenazas diarias y la separación forzosa para con el resto de sus familiares (entre ellos sus nietos, quienes viven bajo el mismo techo que su ex pareja) Mari da el siguiente paso: terminar el colegio primario. Una deuda que tenía pendiente y que se vincula de forma directa con su infancia en el campo. A los 11, 12 años, abandona la escuela y se pone a trabajar. Y esa crianza en el interior de Santiago del Estero contada a partir de fotografías de su niñez ya revela cómo se perpetúan ciertas lógicas patriarcales. Un padre que le pegaba a sus hijos con un rebenque cuando se negaban a cumplir tareas y una madre tan cariñosa como de pocas palabras para intervenir, no nos habla de otra cosa que de la normalización de una cultura de la violencia. La idea del sacrificio, del prescindir del deseo individual, de aceptar lo que uno tiene sin cuestionamiento alguno, es algo que mamó de chica, experimentó de grande y terminó reforzando a través de los preceptos de la iglesia evangélica a la que aún asiste. De una simpleza cabal, el documental va captando el giro de 180° que da la realidad de Mari una vez desvinculada de esa espiral negativa entre conversaciones en el living de la directora y los nuevos espacios a los que empieza a concurrir: el acto de graduación, las salidas con amigas, su primera participación en una marcha de mujeres. Su transformación es el camino del cautiverio a la luz. Deja de ser el apéndice de otro y ahora es ella quien toma las elecciones. Partiendo de esta idea, una osadía interesante hubiese sido que en determinado momento sea la protagonista quien tome la cámara de modo que a la voz se le sume también la revelación de una mirada. Sucede que a veces se respira una falsa espontaneidad en las escenas que comparte junto a la realizadora. Sin desmerecer el gesto sororo de Yurcovich / Turkieh al acompañarla en el lento reencuentro consigo misma, la distancia entre la retratada y documentalistas (al mismo tiempo su empleadora) no termina de quedar del todo saldada; lo que pone en duda, tal vez sin querer, cuánto hay de empatía verdadera y cuánto de material para capturar. Así y todo, instantes como la carcajada imparable de Mari al contar los “temas tabú” que charla con sus amigas se vuelve uno de los minutos más genuinos y liberadores de toda la película. Una risa que queda resonando como un epítome luminoso de su odisea hacia el empoderamiento.
De la saturación corpórea de La Noche a la abulia asumida en Familia, Edgardo Castro finaliza su “trilogía de la soledad” desapareciendo por completo de la escena para involucrarse más que nunca en el detrás de cámara. “Las ranas” a las que alude del título son -en la jerga carcelaria- mujeres que visitan y acompañan desde lo afectivo a los presidiarios. Suelen estar involucradas en el contrabandeo de drogas, celulares, cigarrillos o lo que sea que necesiten. Ofrecen su consuelo maternal sin ser sus madres. Ofrecen sus cuerpos y sus besos sin ser sus novias, sus amantes o sus prostitutas. No forman parte de la familia oficial y por eso, los visitan en otro horario, por separado, a solas. Invisibles y esenciales, las ranas son las que recargan las energías hasta la próxima semana. Ocupan el margen y ese margen es lo que el documental busca traer al centro a partir del registro del presente de una de ellas. La protagonista es Bárbara, una joven de 19 años, madre de una beba, que vive en una modesta propiedad junto a otras personas en un barrio de casas bajas ubicado “del otro lado” de la Gral. Paz. La escena que introduce Las ranas tiene lugar en el patio de esa vivienda y marca un poco los principios de la película. Hay una olla al fuego, gente alrededor y música sonando. Y entre esos cuerpos, está la cámara, como un participante respirando el humo y el espíritu de comunión. Luego se distrae con la madre que le da la teta a su hija y salvo contadas excepciones, no se despegará jamás de su protagonista. Rara vez le da aire para situarla en contexto, pero si puede, no la abandona. La escolta como un ángel de la guarda que la persigue sin entrometerse. Esta pasividad que bien podríamos llamarla respeto -porque si hay algo que exige el sacrificio de Bárbara o del resto de las ranas es mínimamente un llamado al silencio- libera a la película de caer en cualquier prejuicio, estereotipo o moralina autoindulgente. Las opresiones que el cine de César González se ensaña en subrayar, en un legítimo acto de venganza hacia una burguesía a la que recién ahora le ha llegado el turno de ser ridiculizada, no son acá una preocupación, algo a descubrir o que deba ser revelado. A Edgardo Castro, en cambio, no le interesa recalcar nada. Tal vez le basta con filmar los trayectos que Bárbara realiza desde el conurbano bonaerense para poner de manifiesto las dificultades que implica habitar una geografía periférica. Primero, viajará a la Ciudad de Buenos Aires donde la vemos, se gana la vida vendiendo medias. Y ahí donde Diagnóstico esperanza (2014) de González remarcaba la invisibilización del vendedor ambulante a través de un plano general interrumpido por el paso apresurado de los transeúntes, Las Ranas lo que hace es pegársele detrás y seguirla en su perseverante avanzada hacia potenciales compradores. El siguiente trayecto ya tiene como destino la penitenciaria. Antes, la vemos de noche junto a otras mujeres aguardando en una vereda lo que después se nos revela como el micro que las trasladará a la cárcel. Castro les da el tiempo que necesitan a las escenas para que se aclaren solas de modo que, por momentos, las situaciones quedan en una zona indefinida, indeterminada, a medias, que nos hace sacar conclusiones apresuradas sobre quiénes son y qué hacen estas chicas a esa hora y en ese lugar. Cuando llegan, la prisión se relaja. Los reclusos las esperan con comida y el agua lista para el mate. Solo hay lugar para los mimos, los abrazos o un silencio que igual acompaña. De fondo, la cumbia romántica sigue sonando como la banda sonora que viene por defecto con la imagen. El salón de visitas se infla de un espíritu que poco tiene que ver con lo que uno podía imaginar que es una cárcel. El espacio es el respiro semanal. La conexión con el afuera. Y cuando llega el día, los presos se alegran, por ellas y por eso que traen escondido en sus vaginas. Porque si hay algo que las ranas saben hacer bien es escabullirse, de la ley, de las etiquetas y a veces, sin buscarlo, también del amor.
El 28 de septiembre del 2004, el nombre de Carmen de Patagones –una tranquila ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires, a orillas del Río Negro– llega a las primeras planas debido a un desagradable episodio que se grabaría como un estigma lacerante en la memoria de la comunidad. Un estudiante de 15 años identificado como Rafael “Juniors” Solich ingresaba como cada mañana al establecimiento educativo pero esta vez, con una pistola bajo el abrigo, con la que termina matando a tres compañeros e hiriendo a otros cinco. Una manera efectiva para sacudirle el nervio al espectador hubiese sido lo que el cine acostumbra a hacer con las películas basadas en hechos reales. Es decir, graficar la tragedia desde el minuto cero para intentar acercarse a los hechos tal como ocurrieron con alguna que otra licencia que suba el voltaje dramático. Elephant (Gus Van Sant, 2003) llevó al extremo esta idea al contemplar el horror provocado por los dos school shooters de la Masacre de Columbine con absoluta calma, baziniamente, alzando la cámara como el ojo insomne de una deidad gélida y deshumanizada. En este sentido, la distancia que separa a Implosión de la obra de Van Sant es enorme desde el momento en que el suceso está desplazado de la pantalla, es parte del pasado y con lo que se trabaja es justamente con su rezago, con el estrés postraumático. Rodrigo Torres y Pablo Saldías Kloster, víctimas reales del acontecimiento, son quienes ponen el cuerpo para llevar adelante un relato que los tiene interpretándose a sí mismos como lo que son hoy en día: dos adultos de treinta años que sobrevivieron a la masacre escolar más espeluznante del país y que deben convivir con el recuerdo, la bronca y la confusión que eso les genera. Esas emociones son volcadas a una ficción en donde los protagonistas trazan un viaje de Patagones a La Plata, más precisamente a la ciudad de Ensenada, con el objetivo de dar con el paradero de su victimario, quien se comenta, vive en el anonimato junto a su familia luego de ser puesto en libertad. Tal como lo expresa el título, el movimiento físico presente en el largometraje –un recorrido a bordo de un vehículo que la hace encastrar en el género road movie– revela en su desarrollo efectos catalizadores. Más que una película de carreteras, Implosión abraza las derivas y los enrosques como espacios aptos para destapar las reacciones internas de los personajes a medida que se acercan o se alejan de su antiguo agresor. Entre fiestas, discusiones, bares y hoteles, lo que parecía innombrable comienza a descascarar los sentimientos brumosos con los que en realidad conviven. Mientras uno no tiene problema en contar lo acontecido a quienquiera que se les cruce, el otro se rehúsa a revelar su herida. El director Javier Van de Couter, por su parte, decide situarse entre la escasa distancia que los separa, bien cerquita de uno y del otro, en un estilo claramente documental. No es casual entonces que en este tire y afloje que va teniendo la relación entre Rodrigo y Pablo, acrecentado por el estado agotador que supone un trayecto de 1000km, la película se imponga como un buddy film, dejando la masacre en un segundo plano, incluso haciendo que se replanteen el por qué de su viaje. Hacia el final del periplo, la pulsión de venganza perderá su puntería; no su fuerza y como una bola de acero, la sangrienta mañana ocurrida quince años antes seguirá ejerciendo peso adentro de la mochila que el destino les ha hecho cargar.
Corren los primeros minutos y vemos a un grupo de jóvenes correteando por el bosque. Vuelven al amanecer a su aldea, una comunidad cercana al mar que cuando los marineros se embarcan se vuelve territorio exclusivo de las mujeres. Antes de ello, la imagen de dos hombres encastrados entre una imponente fogata y una penumbra tupida que no esconde sus referencias a Caraviaggio ayudan a fechar la historia. Esto es el siglo XVII. Concretamente, el año 1609. La corona española continúa su poderío bajo los preceptos cristianos y la sospecha de prácticas satánicas en algún lugar recóndito del País Vasco Francés ha obligado a que se envíe un juez para estudiar la situación de las herejes. Con las cinco chicas encarceladas en un granero, todavía nadie menciona la palabra. Se habla de Lucifer, de magia negra y de bailes a la madrugada; pero nadie dice lo que todos quieren escuchar. De pronto, entre confesiones, salta: “¡brujas! Son brujas”. Se las acusa de brujas y el castigo no es otro que la hoguera. El motivo de la bruja en el cine es recurrente. Las posibilidades que otorga la ficción han podido trasladar todo un imaginario mitológico, de circulación oral, a la pantalla conservando su aspecto sobrenatural. Brujas que vuelan sobre escobas. Brujas que envenenan con manzanas rojas a princesas de alma pura. Brujas que hasta no hace tanto prevalecieron como seres de fantasía, encerrados en libros de tapa dura e ilustraciones antiguas. Pero la ficción también puede bajar a tierra los mitos y construirlos con carne y huesos. Más allá de su seriedad impostada y su control exagerado por mantener impoluto su armazón visual, La Bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015) pulió el mito hasta aspirarle la atmósfera a la época cosa de exhalarla vestida de terror psicológico. En este sentido, Akelarre de Pablo Agüero pareciera ir en esa dirección al manifestar una obsesión naturalista por mantener los pies en el suelo y la cabeza en el cerebro de aquel tiempo. Pero si la de Eggers se permitía tajear el fuera de campo para dejar ingresar la niebla sobrenatural; la de Agüero asume en gran parte del largometraje su condición terrenal mientras trata de explicarnos -por momentos con demasiada consciencia del envoltorio coyuntural en el que se encuentra- que el término bruja es más una sombra de cinco letras apoyada en la ignorancia de la sociedad patriarcal de esos años; es todo aquello que se escapa del corset hegemónico, todo aquello que sobrevive detrás de los balbuceos, fuera de toda definición. El paisajismo romántico que viene adherido por la mística que propone el bosque, acá está clausurado. La historia se desarrolla prácticamente en interiores. Del despacho del juez al calabozo y del calabozo a la hoguera (se ve que esto inquieta a la cámara y frente a eso decide registrar las escenas desde múltiples ángulos para no aburrirse). Que si el dialecto que hablan es una lengua maléfica, que si tener las piernas peludas las convierte en bestias, que si sus cantos heredados de su origen portuario son una oda ocultista. La realidad, nos grita Akelarre, depende del ojo con que se la mire (y de cuanta ignorancia quepa en la mirada). Entre burlas exageradas, casi rozando lo ridículo para el drama despiadado que el filme prometía ser durante su primera mitad, el relato tuerce sin graduación la trama para reírseles en la cara a las autoridades a cargo de la inquisición con una liviandad que altera con brusquedad el tono inicial. Esto alcanza su punto de no retorno con la confesión de una de las muchachas y la recreación ficticia de un aquelarre autogestionado alrededor del fuego. No solo el juez, el sacerdote y el resto de los testigos se comen el bocado, sino también el mismo realizador, quien obnubilado por el baile, el canto y el timoneo narrativo delegado a sus protagonista, termina aflojando el relato, por no decir, que se le va de las manos.
Transponer la literatura al cine siempre supone un riesgo del que se puede salir ileso o bien, en deuda. La adaptación de la única novela de Pedro Lemebel que hace el director Rodrigo Sepúlveda opta por desmalezar una parte importante del contexto político (sobre todo a dos personajes fundamentales: Augusto Pinochet y su esposa Lucía Hiriart) para concentrar por completo su atención en ese amor imposible y siempre a punto de quebrarse que siente La Loca -una trans de edad madura- hacia Carlos -un joven guerrillero perteneciente al Frente Patriótico Manuel Rodríguez-. Pero si bien, la Dictadura es más un fuera de campo que centellea en forma de ruido de sirenas, helicópteros que sobrevuelan el cielo o potenciales llamados telefónicos, los pocos intentos por materializar la inquietante situación política resulta más un injerto. Si desde el vamos Tengo miedo torero dispone toda su fuerza en el romance homoerótico, sus intenciones por retratar el estado anímico sociopolítico nunca consiguen traspasar la superficialidad. Las protestas donde la gente canta por la unidad pueblo bien podrían estar como no. Sirven sí, para resaltar a la La Loca como la marginada que es y a la que ningún proyecto político, ni antes, ni después, supo incluir en sus reclamos. Aunque ese disgusto, que la lleva a hacer oídos sordos a lo que pasa su alrededor, queda resumido con más rabia en la frase icónica de la protagonista (“si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame. Ahí voy a estar yo en primera fila”). Que La Loca arremolina todas las miradas, no quedan dudas. Toda la puesta en escena está en función de que eso suceda. La ciudad de Santiago -artificiosa, irreconocible, reducida prácticamente a la cuadra de la barriada donde vive y a la vereda donde alguna que otra noche para con el objetivo de hacerse un dinero extra como prostituta- adquiere la forma de un gran escenario construido a imagen y semejanza del sentimentalismo de su personaje. El espacio pareciera gritar que éste es su show y ni el contexto político ni nadie será capaz de interrumpirlo. Pero si su show hierve de vida es porque el “afuera” (ese afuera que hasta entonces era ignorado con fiestas clandestinas en algún sucucho con las otras “locas” o subiéndole el volumen a la voz tormentosa de Chavela Vargas) ahora está adentro, bien adentro, no solo de su habitación, sino también de su pecho. Por más que no lo quiera ver, al abrir las puertas de su corazón está dejando ingresar la política a su esfera cotidiana y el peligro que eso implica. Mientras tanto, de Carlos no sabemos nada. Ni si ese es su verdadero nombre, ni si esa es realmente su fecha de cumpleaños. No sabemos tampoco si en verdad la ama o si la usa nomás para concretar el operativo contra Pinochet. Y no es que importe mucho lo que hay detrás de él, si en definitiva, la película juega a ese barroquismo de máscaras y secretos, de ambigüedades y camuflajes; al fin y al cabo, estrategias de supervivencia que exige la circunstancia histórica. Pero al lado de la interpretación alevosa que entrega Alfredo Castro, capaz de hacer carne el martirio propio como de sacudir las escenas con la astucia cínica de quien vivió lo peor, Leonardo Ortizgris es un rostro sin relieve, un guerrillero sin alma, la mitad inexpresiva de un romance del que nunca (ni siquiera en ese final frente al mar violáceo donde el melodrama pide a gritos algo más que puro silencio para dar cuenta del desgarro de ese amor no correspondido) parece estar realmente participando. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Trasladar un género parido en el corazón de las grandes ciudades como el cine negro a un ambiente rural, silvestre, despojado del ruido de los motores y más cercano a una supuesta tranquilidad, de momento, invita a que uno preste atención al movimiento. Y si ese espacio es uno particular, con coordenadas reconocibles y una idiosincrasia que solo puede existir ahí mismo y en ningún otro lugar, la singularidad geográfica aumenta esa atracción. Hablamos de la triple frontera, esa zona indeterminada donde la unión de tres países se junta para hacer surgir uno nuevo. Uno donde las lenguas se empastan, los límites físicos se borran con el codo, y los legales, claro, a punta de pistola. El punto de partida de Agua dos porcos es en realidad una novela policial escrita por el propio guionista que busca –como también lo intenta la película- poner en relieve los tejemanejes que sostienen el sistema corrupto que reina en la región y que engloba crímenes tan atroces como es el tráfico de bebés, la prostitución infantil y la pedofilia. El vehículo para llegar al fango del asunto es el detective Gualteri, un ex policía bonaerense que frustrado ante los embates de la vida decide aceptar su último caso antes de retirarse. Lo único que sabemos de él es que utiliza un perfil trucho para chatear con su hija de 15 años y que le debe una mensualidad. Sobre esa deuda afectiva (la cual no es más que una mínima nota al pie -debajo del pie) es que aspira a sostenerse todo el comportamiento del personaje. Desde el porqué fuma más de lo que habla hasta el porqué elige meter el hocico donde no lo llaman poniendo en peligro su integridad física y desafiando el funcionamiento de la policía local con su chapa de “porteño”. Como dicta el código genérico, un homicidio nunca es solo un homicidio y un pueblo chico puede también ser un inferno grande. Cargando esa lógica entre ceja y ceja, el protagonista no va a tardar mucho en desmalezar el terreno y darse cuenta que el cadáver mutilado es apenas la punta de una pirámide más podrida en la que participan políticos, fiscales, fuerzas de seguridad y casi por el simple hecho de vivir ahí, cualquier habitante del lugar. La factura visual que imprime el director Roly Santos lejos está de acoplarse a las perversiones que denuncia, más bien lo contrasta con una estética plástica e hipersatinada en constante roce con lo publicitario (las tomas de la selva desde lo alto de un drone no parecen otra cosa que paisajes de un video oficial del Ministerio de Turismo de Misiones). De principio, esto no debería contrarrestar la gravedad de lo que retrata. Sin embargo, las flaquezas de algunas actuaciones, los forcejeos vacíos de energía calórica que concluyen en torpes muertes, las resoluciones -y revelaciones- apresuradas que se apilan todas juntas hacia el final y ciertos errores técnicos (como ese inconcebible montaje prohibido en pleno asesinato del capomafia Benítez en manos del encargado del hotel) no solo vuelven irremontable la seriedad de las escenas, sino que desvían involuntariamente el relato hacia lo grotesco. Basta ver como en uno de los DVDs encontrados por Gualtieri se observa un sujeto portando innecesariamente una máscara de chancho mientras tiene sexo. Pero lo que es peor, ese gemido hiriente, molesto, que se escucha sostenido y cada vez más fuerte, se vuelve todavía más insoportable cuando entendemos que lo que suena es la voz de un niñx. Por Felix De Cunto @felix_decunto
La cantidad voluminosa de material de archivo que compone Silvia (digamos, un 100% si no contamos títulos, placas ni créditos) en cualquier otra circunstancia, podría provocar un efecto abrumador. Por suerte, ese no el caso de esta ópera prima de María Silvia Esteve, quien entrega aquí un personalísimo ensayo de arqueología, exhumación y autopsia de la memoria con el fin de desentrañar o al menos, acercarse lo más que pueda a las oscuridades que rodearon la trágica biografía de su madre con el objetivo de encontrarle un sentido que permita al mismo tiempo comprenderse a sí misma. Partiendo de viejas filmaciones en VHS, la directora va a poner en acción un torrente de recuerdos visuales para que desde ahí, a través de una múltiple voz en off que interactúa a contramano, poder desenmascarar el reverso de esas imágenes. Como en la mayoría de los videos familiares lo que se ve es solo una cara. Justamente la que amerita ser registrada y almacenada para el futuro. Vemos entonces a Silvia en diferentes momentos luminosos de su vida. La encontramos de vacaciones. En un evento diplomático en Guatemala. En el jardín de su casa posando embaraza. Con sus hijas todavía bebés. Y como no podía ser de otra manera, la vemos también radiante y vestida de blanco en su noche de bodas con Carlos, grabación a la que la película volverá reiteradas veces y en diferentes versiones como si ese acontecimiento fuese el hito fundacional del infierno venidero. El punctum del trauma. De la misma manera que en el clásico policial de Otto Preminger un detective buscaba reconstruir el rastro fantasmático de ese presunto cadáver que era Laura prestándole especial atención, casi hasta la obsesión, a un retrato de ella colgado en la habitación; Silvia es también un filme sobre fantasmas en cuanto, en primer lugar, la persona a la que se alude no está, falleció, está ausente. En segundo lugar, lo que se ve no es lo real. Lo que se muestra o bien contradice los recuerdos o bien, es insuficiente. Es en esa falta entonces, donde detrás de la pantalla, la cineasta y sus dos hermanas toman la palabra permitiéndose adrede poner en primer plano lo errático de los recuerdos. El furcio, la digresión, los desacuerdos sobre hechos traumáticos que marcaron la vida de su madre (desde serios problemas psicológicos, violencia marital y consumo de drogas prescritas) son asumidos por el documental como parte de esa misma naturaleza contradictoria de lo que se habla. Se vuelve imposible para las narradores desarrollar una historia de vida lineal. Hay un abandono por la cronología y más una necesidad de retomar sucesos y girar alrededor del bache. La incompetencia de la memoria se traduce en una reflexiva intervención del material de archivo. Además de congelarlas o ralentizarlas para detenerse con detalle en una cuestión específica, las imágenes son blureadas, superpuestas o alteradas por glitchs, efecto que viene a ilustrar la falla del sistema cerebral a la hora de querer recordar. No hay caja negra que contenga la verdad, y si la hay, es una distorsionada que reproduce al mismo tiempo las voces acumuladas de otros miembros familiares, algunos que incluso, ayudaron a alimentar esa herida larguísima a medio cerrar, que atraviesa generaciones.
Mientras en la superficie la Dictadura todavía replegaba sus fuerzas, debajo, en los subsuelos de la primavera alfonsinista, los latidos de una fiesta brillosa y clandestina empezaban a hacerse oír. Surgía un teatro ruidoso, incipiente, recargado de plumas, brillo, lentejuelas y todo el color que durante mucho tiempo había sido negado. Eran otros tiempos, donde lo contracultural era verdaderamente contracultural y que te encuentren maquillado y con peluca siendo hombre, argumento suficiente para que te metan preso. El documental de Diego Shipani busca indagar entonces en el corazón de aquel mítico under porteño, donde nombres como Batato Barea y Alejandro Urdapilleta siguen resonando desde el más allá como ecos de esa algarabía salvaje que vino a renovar los escenarios con una creatividad inédita; siendo consciente de la incongruencia que sería pretender encorsetar una movida que nació con alma rupturista. Frente a la imposibilidad de abarcarlo todo, el recorte queda circunscripto a la vida, obra, cuerpo y voz de Willy Lemos, protagonista incuestionable de la escena y uno de los primeros en introducir el transformismo a las tablas. Y sí hablamos de transformismo, la película en sí funciona de esa manera al ir mutando y deformando sobre la marcha su propia puesta en escena para registrar el proceso de creación de una nueva: la del clásico de Federico García Lorca, “La casa de Bernarda Alba”. El resultado es una serie de fugas procedimentales y temporales. La vitalidad instantánea del teatro se funde con el cine. Las anécdotas conviven en simultáneo con imágenes de audiciones y ensayos, se hibridan de la misma manera con que la ficción y lo documental entran y salen del cuerpo performer. Como un caos ordenado, Bernarda es la patria retumba en varios volúmenes a la vez, todo para qué tres décadas más tarde, el espíritu de aquellos años de resistencia sea testimoniado y revivido por medio de uno de sus sobrevivientes fundamentales. Lemos desempolva sus recuerdos en el under -cargados siempre de una libertad sexual desaforada- con la misma liviandad con que puede confesar, en plena sesión de maquillaje, sus más dolorosas tragedias personales. Así, su biografía se vuelve caja de resonancia de las desgracias de los que ya no están. Muchos de ellos, víctimas mortales de la por entonces llamada “Peste Rosa” recordada por el actor como un virus que no solo trajo el espectro de la muerte sino además, el recrudecimiento del prejuicio hacia a los homosexuales como él. De modo que si a eso le sumamos el gesto de travestirse y exteriorizar toda una feminidad desbordante cuando todavía nadie estaba familiarizado con el término drag queen, su cuerpo y, el de muchos otros que hace tiempo dejaron de brillar, no impone otra cosa que no sea respeto. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Es normal sentir admiración por aquellas figuras que, asumiendo el riesgo de quedar en el olvido, eligieron trazar su camino a espaldas de lo establecido. Es normal también que cuanto más oculto resulte este artista la fascinación sea aún mayor. Uno de verdad cree estar haciendo justicia cada vez que redescubre alguna gema que no recibió la merecida atención. El caso de Daniel Melero es singular porque su posición en el universo del rock nacional es la de alguien que directamente eligió la sombra como el terreno más cómodo donde poder verter sus ideas. No será para nada un músico que goce de gran popularidad, pero está claro que entre pares su nombre es señal de respeto. Su carrera artística inicia allá a mediados de los 80 como integrante de Los Encargados: proyecto fugaz pero suficiente para que, con apenas un disco (Silencio), sea considerada el primer grupo tecno-pop del país e influencia indirecta de toda la movida sónica que surgiría en la década siguiente. Con el tiempo, su camino iría tomando una dirección cada vez más tangencial a la exposición pretendida por la cultura del rock. De hecho, el reconocimiento que se le otorga viene en su mayoría por su rol como productor de grupos y sus colaboraciones junto a bandas como Soda Stereo, Babasónicos y Juana La Loca más que por su obra solista. Autodidacta sin conocimientos teóricos y valorado por su capacidad reflexiva a la hora de componer, Melero es un fiel comulgante del aspecto más formal del sonido. Sus ideas, que parten de abstracciones y texturas, le abren la puerta a la improvisación y a los errores, tiene como foco avanzar siempre hacia un concepto, término que sale repetidas veces de su boca como un mantra que no debemos olvidar. Y justamente, como el centro del documental son sus ideas, lo que hace el director Roly Rauwolf es ponerlo al frente a quien siempre estuvo detrás y otorgarle por completo el micrófono para que sea él quien, a través de su voz, vaya desentrañándose a sí mismo hasta revelar algunas de las capas que recubren a este genio. Salvo algunas valiosas filmaciones de conciertos de Los Encargados o su presentación televisiva en el programa “Todo por 2 pesos”, con un sketch al final del show en el que el público saltaba de las tribunas y fingía atacarlo -riéndose un poco de los violentos infortunios que sufrió a lo largo de su carrera por culpa de la intolerancia rockera-, las imágenes en vivo escasean. Es que la película capta al músico alejado de los escenarios y más como lo que realmente es: un verdadero bicho de estudio. No por nada en alguna ocasión ha sido catalogado como el Brian Eno argentino. Se lo registra entonces en su hábitat natural, entre secuenciadores y consolas, corriendo de un lado al otro del vidrio para chequear las grabaciones. La sensación que transmite al verlo rodeado de cables y en pleno proceso creativo es la de un niño en una parque de diversiones. Ese entusiasmo con el que encara sus composiciones lo traslada también la oralidad. Basta sino escucharlo hablar. La energía que emana es la de un cerebro que carbura más rápido de lo que le da la lengua. Sus frases suenan contundentes como las de alguien que te está cantando la posta pero en el fondo, son pensamientos construidos sobre la marcha, que avanzan guiados por la intuición hasta ramificarse en certezas, siempre personales y seductoras, sobre la belleza, el arte y la búsqueda inspiracional. La presencia de Melero en pantalla se vuelve tan magnética, que por un lado, uno entiende por qué el documental termina apoyándose tanto en la entrevista, pero por el otro, uno siente que los 70 minutos son insuficientes para todo lo que tiene para decir. El título ya lo advierte, Retrato incompleto de la canción infinita hay que entenderlo como un material aún en bruto. Una maqueta demasiado apegada al protagonismo de su personaje tanto como a sus principios estéticos que, sin mucha suerte, son traducidos al plano audiovisual en un intento por escaparle a lo inevitable de caer en el rockumental más convencional. Por Felix De Cunto @felix_decunto