¿Y... dónde están los Morgan?

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Pocas veces o ninguna se lo vio a Hugh Grant tan incómodo en un papel: exagerado, forzando los chistes, apenas una triste caricatura de sí mismo. No le creemos su amor por Meryl, su arrepentimiento, sus intentos de conquistarla nuevamente, ni siquiera la infidelidad que ella tanto le reprocha. Impresiona ver la tensión que acumulan los músculos de su cara, por momentos pareciera que le cuesta mantener levantadas las cejas, o que le va a dar un calambre en los pómulos de tan rígida que tiene la sonrisa. Como ese rostro laboriosamente fingido, también el guión trata con empeño de sostener un tempo de comedia que a los pocos minutos se revela imposible: los gags son cada vez peores, los remates no funcionan nunca, y la escena supuestamente más jugosa de la película (esa que nos prometía el trailer), con el oso que amenaza a Paul, dura poco y apenas si alcanzamos a reírnos de los excesos faciales de Grant (que esa única vez, por el peligro al que se enfrenta el personaje, sí se justifican). Sarah Jessica Parker está bonita, pero se la pasa quejándose del engaño de su marido la mitad de la película y termina aburriendo, y la confesión que hace sobre el final resulta inverosímil y no se condice para nada con lo que conocíamos del personaje. Para colmo la pareja tiene cero química, y tanto su romance como las peleas en las que se engarzan se notan demasiado falsas. Se sabe: para hacer una buena película romántica (o del subgénero de rematrimonio, como en este caso) no alcanza con tener a dos intérpretes atractivos y con chispa, hace falta un guión detrás, con personajes más o menos elaborados y que el dúo en cuestión funcione como una unidad, más allá de las capacidades individuales de cada uno. Marc Lawrence, responsable de la excelente Letra y música, en ¿… Y dónde están los Morgan? parece haberse olvidado todo lo bueno que supo hacer en aquella.