Y ahora adónde vamos?

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Demagogia a la moda

Estrenada aquí cuatro años atrás, Caramel, debut como realizadora y coguionista de la también actriz Nadine Labaki, era una película claramente de fórmula, que la directora libanesa (dueña de una belleza espectacular, lo cual no viene al caso pero salta a la vista) salvaba tanto por su fluidez y ligereza narrativas como por el sincero interés que parecían despertar sus personajes. Todo eso desaparece en ¿Y ahora dónde vamos?, que el año pasado estuvo en la sección Un Certain Regard de Cannes, ganó el Premio del Público en Toronto y fue seleccionada por su país para competir por el Oscar, aunque no llegó a hacerlo. Aquí todo es no sólo calculado sino grueso, obvio, escandalosamente previsible.

Caramel pintaba el pequeño microcosmos femenino de una peluquería de Beirut, y ese carácter menor, casi doméstico, la ayudaba. No sucede lo mismo en ¿Y ahora dónde vamos?, jugada a la más elemental alegoría política y de género. En tanto fábula, se justifica que no haya mayores precisiones de tiempo y espacio. La acción transcurre en una aldea alejada, en un tiempo en el que, pasando los límites de la aldea, cristianos y musulmanes se masacran sin piedad. Si eso no sucede aún en el poblado, donde vecinos de ambas confesiones conviven sin problemas –tanto como el cura y el imán–, es básicamente por obra de las mujeres, a las que pequeñas argucias permiten mantener el lugar en una suerte de fuera-del-mundo. Tanto cristianas como musulmanas, las damas del pueblo sabotean la radio del pueblo y destruyen la emisora de TV, de tal manera que las noticias no lleguen hasta allí (discutible política del avestruz, por otra parte). Hasta que un día el viento quiebra la cruz de la iglesia, unas cabras “profanan” la mezquita y se arma, finalmente, la de San Quintín.

Planteada como comedia dramática política-musical, ¿Y ahora dónde vamos? fija su registro en la escena inicial. Las mujeres, todas de luto por sus hijos muertos o desaparecidos, entonan un lamento, hasta que de a poquito comienzan a bambolearse a su ritmo. Hasta ahí, todo bien: es éticamente sano y estéticamente productivo ir en contra de lo que, se supone, el sentido común impone. Pero hasta allí llegan los méritos del opus 2 de Labaki: de ahí en más, todo está puesto en función del mensaje. Mensaje bien subrayado y bien à la page, según el cual los hombres sólo sirven para asesinarse entre sí, y las únicas que pueden impedirlo son las bravas, generosas y altruistas señoras, capaces de hacer convivir amores y servicios comunitarios. Entre comidas y canciones, a las damas (la propia Labaki y alguna otra actriz profesional comparten cartel con un montón de amateurs) se les ocurre primero importar a unas bailarinas ucranianas con poca ropa para distraer a las bestias de sus novios y maridos, y más tarde probarán suerte con unas buenas tortas de hashish, cuestión de dejarlos fuera de juego. En el medio no hay nada: ni personajes, ni historia ni ilación. Nada que se salga de la demagogia, la simplonería, la búsqueda de consenso a cualquier precio.