"Legítima defensa": el drama de un hombre con culpa En el curso de una investigación de asesinatos aparece una empresa cerealera que cuenta con un largo historial de enfermedades y muerte. Legítima defensa es una película coherente. Coherente en tono, estilo, actuaciones, tiempo de duración de cada plano. Habrá quien piense que es demasiado grave y sin duda gravedad no le falta, así como un tono ominoso que tiene que ver con lo que sucede. Pero ¿quién determina qué es demasiado, justo o demasiado poco? Lo determinan, en tal caso, las intenciones y el conjunto de la puesta en escena, que aquí se ajustan en función del relato. Policial con dos investigadores que puede recordar a exponentes escandinavos del género y sobre todo, por su tonalidad dark, a True Detective, a diferencia de la serie escrita por Nic Pizzolatto, la ópera prima de Andrea Braga le ahorra al espectador las pomposas disquisiciones filosóficas. Aquí la cosa es más práctica, más factual. Eduardo Pastore (Alfonso Tort) es un fiscal que debe (y quiere) volver a su ciudad natal para investigar un asesinato, luego dos y finalmente un tercero. Es raro, porque los cuerpos aparecen con sangre pero sin signos de lesiones (aquí hay una pequeña trampilla a la que hay que pasar por alto). Como todo investigador, Eduardo se investiga a sí mismo, y en esa investigación interna ocupa un lugar prominente el modo en que abandonó la ciudad y su familia. Junto a él funge un amigo, el joven comisario Ramiro Sartori (Javier Drolas) y la pareja de éste, Paula (Violeta Urtizberea), que buscan un hijo sin conseguirlo. De pronto aparecerá, en el curso de la investigación, una empresa cerealera que cuenta con un largo historial de enfermedades y muerte, como consecuencia de fumigaciones ilegales. Cuando se habla de tono debe entenderse también el tono de la fotografía, en clave baja, y de las vestimentas, oscuras, frecuentemente amarronadas, lo cual comunica tanto o más que cualquier diálogo o giro de la trama el clima triste y derrumbado del relato. Un detalle de puesta en escena -el tono de la fotografía y los atavíos- que no suele tenerse frecuentemente en cuenta, y que aquí hace al todo. Tanto como ciertos detalles: el sentido de una de esas esferas de cristal que puestas boca abajo dejan caer nieve falsa, muta trágicamente en función del relato. Es loable también el modo en que Braga “corre” el film del género policial, eliminando tanto el uso de armas como la visión de los muertos, que son mencionados pero nunca vistos. De este modo, lo que queda es el drama de un hombre que siente culpa, y de una ciudad en cuyo seno se halla instalada una empresa criminal. Tal como en realidad sucede aquí y ahora, en la Argentina y en el mundo.
"En cumplimiento del deber", relato de un crimen impune El documental que se exhibe en el Gaumont entrelaza las líneas narrativas del sospechoso entramado de Iron Mountain y las historias de los bomberos fallecidos y sus familias. Año 1995. Gobierno de Carlos Menem. Una fábrica militar ubicada en pleno centro de la ciudad de Río Tercero explota, lanzando bombas y proyectiles y dejando un saldo de siete víctimas. Se descubre que desde allí se enviaban armas a los Balcanes, se sospecha que el siniestro es intencional, se “investiga” y se halla como único responsable a un operario, a quien se despide. Asunto terminado. Febrero de 2014. Gobernador de la Ciudad: Mauricio Macri. El depósito local de una poderosísima firma internacional, que resguarda datos financieros de 156 mil empresas en el mundo entero y ocupa toda una manzana del barrio de Barracas, se incendia, dejando como saldo humano a diez bomberos muertos y dos suicidados. Se “investiga”, se lo considera intencional, pero hasta el día de hoy no hay culpables. El primer hecho lo narró Esquirlas, documental de 2021. Le toca el turno ahora al incendio de Iron Montain, con guion de Carlos Castro, dirección de Jorge Gaggero -realizador de Cama adentro (2004)-, y relato de Cecilia Roth. Documental de investigación de formato canónico, En cumplimiento del deber pone en orden los datos, entrelazando dos líneas narrativas. Una es la que tiene que ver con el incendio en sí, la otra es la de las víctimas, con abundantes testimonios de sus deudos. Iron Mountain, que guarda documentación de varios de los bancos, financieras y corporaciones más poderosos del país y del mundo (como J. P. Morgan y HSBC), no podría ser más sospechable. El de la sede de Barracas es el quinto incendio producido en distintas ciudades entre 1997 y 2014: Nueva Jersey, Ottawa, Aprillia en Italia, Londres (la segunda mayor conflagración registrada en esa ciudad en toda su historia), Buenos Aires finalmente. Dato llamativo: los documentos se almacenan en papel, en tiempos en que toda documentación se archiva de manera virtual. Segundo dato: se demora dos horas para dar aviso a la policía, un tiempo prudencial para que el fuego haga su trabajo. Tercer dato, previsible: la planta había sido denunciada por no cumplir las normas de seguridad exigidas. Cabe recordar que el Gobernador de la Ciudad había distinguido a Iron Mountain y que el Ministro de Desarrollo urbano, que tuvo a su cargo la creación del Polo Industrial -del cual la empresa era una punta de lanza- era en ese momento Francisco Cabrera, ex empleado del HSBC. Resultado: exención financiera por 2300 millones de dólares y tanques de agua vacíos a la hora del incendio. Entre otros, En cumplimiento del deber presenta testimonios del ex Presidente del Banco Central, Pedro Biscay, del ex director de la Unidad de Investigación Financiera, del ex Inspector de Trabajo de la Ciudad y de varios legisladores que tuvieron a su cargo la investigación del hecho. Un perito policial afirma que está comprobado que se introdujeron dos dispositivos para generar el fuego. ¿Culpables? Nadie.
"Tár", con Cate Blanchett: una máscara de autoridad La actuación de Blanchett como una compositora y directora de orquesta es lo suficientemente compenetrada y sutil como para compensar los desequilibrios del guion del realizador Todd Field. “Lo que importa es el tempo”, dice Lydia Tár durante una entrevista con público, al estilo de las que en su momento hacía el conductor James Lipton con gente del mundo del cine. En su nueva película tras 16 años de ausencia (la anterior había sido Secretos íntimos/Little Children, de 2006), el realizador y guionista Todd Field hace honor al precepto de esta conductora de orquesta, famosa en el mundo entero y en condiciones, sin duda, de dar clases magistrales. Si un mérito tiene la puesta en escena de Field es la de mantener un tempo pausado, parejo y acompasado, incluso en los arrebatos pasionales de la protagonista sobre la tarima o durante su descomposición paulatina. Menos convincente resulta sin embargo el guion del propio Field (una de las seis nominaciones al Oscar de la película), que en lugar de concentrarse en una razón de la caída de Lydia se dispersa en varias, para derrumbarse definitivamente junto con la protagonista, a partir del momento en que tiene lugar un exabrupto dramático, que más que del personaje parece de la película en su conjunto. Tratándose de una directora de orquesta (una maestro, como por lo visto se les dice), no es raro que durante esa entrevista Tár fascine con el cadencioso movimiento de sus manos, que parecen dibujar ideas en el aire. Sin embargo, el plano previo no la muestra precisamente relajada, sino obligada a aflojar su tensión con toda clase de gestos, algunos de ellos se diría que al punto de la psicosis. La de Tár, una eminencia en el mundo de la música, es una máscara de autoridad, que en los ensayos, sin embargo, no deviene en autoritarismo. La “maestro” no grita, amenaza o se violenta con sus dirigidos, aunque en un momento le haga saber a su pequeña hija que “una orquesta no es una democracia”. El primer punto de quiebre, que a la larga tendrá una incidencia mayor que la que aparenta, es cuando Tár discute con un alumno (da clases en la meritocrática Juilliard) sobre cuestiones particularmente extremas de la política de identidad (el alumno, que se define como negro y pansexual, no simpatiza con Bach, compositor blanco que tuvo veinte hijos; Lydia es lesbiana asumida). Al mismo tiempo, una discípula de Tár toma una decisión trágica, motivada en buena medida por una intriga urdida por la protagonista, un hecho que la sume en la culpa. Hay otras intrigas, que de a poco irán minando su carácter de intocable, expulsándola del Olimpo. El problema de Tár es justamente que las intrigas (en ambos sentidos de la palabra) son muchas, lo cual genera desconcierto. ¿La caída de la (anti)heroína está motivada por sus conflictos con la política identitaria, por su sentimiento de culpa, por decisiones cuestionadas o por su discreta pero visible seducción de una joven chelista? El desconcierto deriva en asombro cuando Tár pasa de la violencia psicológica a la física, con una brutalidad que recuerda a aquella escena de Whiplash en la que el también director de orquesta arrojaba un platillo por la cabeza a un alumno al que le costaba seguir el ritmo. De allí en más es un cuesta abajo dramático, que es de lamentar dada la elegancia de la puesta en escena, que se corresponde exactamente con la sofisticación del mundo que describe. Por supuesto que la actuación de Blanchett, nominada al Oscar por este papel, es lo suficientemente compenetrada y sutil como para que una mirada al sesgo sobre una nueva postulante deje en claro que la candidata ha hecho resonar una cuerda escondida en esta mujer-orquesta, aparentemente tan dueña de sí misma, tan compuesta, tan dominante.
"Los Fabelman": Steven Spielberg se mira en el espejo de su infancia De "E.T." a "Parque Jurásico", pasando por "Atrápame si puedes", el rol de la familia es clave en la formación del protagonista, y en su nueva película es más determinante que nunca. Un accidente de trenes. Eso es lo que fascina al pequeño Sammy Fabelman (6 años) la primera vez que va al cine, en compañía de sus padres. No la película en sí (la mamotrética El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. de Mille), sino la escena específica (muy buena, en verdad, y filmada en un Technicolor que marea de tan espectacularmente falso) en que dos trenes chocan, desparramando vagones, pasajeros y animales salvajes enjaulados. Sammy abre los ojos muy grandes, maravillado ante esa especie de alucinación colectiva (la sala está llena), y cuando su padre le regala un reluciente tren eléctrico lo primero que hará será pedirle prestada su cámara 8mm., montar una colisión en pequeña escala y filmarla, para su propio asombro y el de su familia. Ya se sabe que hay una zona de cine de Steven Spielberg donde el sentido de maravilla prima, como demuestran E. T., Encuentros cercanos del tercer tipo y la primera parte de (la primera) Parque jurásico. Y aquí vuelve a reinar, siempre con un niño (o un niño grande, como Richard Dreyfuss en la segunda de las nombradas) como protagonista. La única diferencia que Sammy Fabelman tiene con Steven Spielberg es el nombre. En todas las películas mencionadas, tanto como en Atrápame si puedes, el rol de la familia es clave en la formación del protagonista, y en Los Fabelman -candidata a siete premios Oscar- es más determinante que nunca, tal como indica el título. Corre el año 1952 (Spielberg tenía la misma edad que Sammy) y Burt Fabelman (un excelente Paul Dano) es un ingeniero eléctrico genial, pionero en la investigación de computadoras. Su trabajo lo lleva de New Jersey a Phoenix , de allí al norte de California y luego a Los Angeles. Su familia lo sigue de un destino laboral a otro, hasta que… bueno, ninguna mujer soporta seguir durante tanto tiempo a su marido, ocupando un rol secundario en su vida. Mitzi Fabelman (Michelle Williams, nominada al Oscar por este papel) es una ex pianista que pospuso su vocación pero conserva su pasión por la música, que coincide con la de su hijo Sam (Mateo Zoryon Francis-DeFord a los 6 años, Gabriel LaBelle en la adolescencia) por el cine. De hecho y aunque el bueno de Burt le compre al hijo todo lo que necesita para ser cineasta (una cámara de 16mm, un proyector y una moviola), el lazo fuerte de los Fabelman es entre Mitzi y Sam. “Hacer otro mundo te hace estar a salvo, y feliz”, le dice Mitzi a Burt, pero lo mismo podría decir Sam. Felices parecen, sin embargo, los Fabelman en su conjunto, incluidas las tres hermanas del protagonista. Al menos hasta el momento en que una sombra aparece en el horizonte y Mitzi se arroja a ella, con la misma impulsividad con que literalmente persigue a un tornado en auto, junto a sus tres hijos mayores. Felices son los Fabelman, más que simplemente parecerlo, como lo demuestra por ejemplo un campamento con canciones, baile y risas, compartidos con Bennie (Seth Rogen), uno de esos amigos al que de tanto que está en casa todos llaman tío. Es en ese campamento, sin embargo, cuando Sam descubre qué está pasando con su madre. Pero no lo descubre con sus propios ojos sino con la moviola. Como alguna vez dijo Jean-Luc Godard, en ese momento para Sam el cine es la verdad a 24 cuadros por segundo, en una escena que recuerda a su vez enormemente la de Blow Out, de Brian de Palma, cuando John Travolta revela un crimen por los mismos medios. La visión familiar de Spielberg es seguramente idealizada, pero llega un momento en que Los Fabelman se convierte en una precuela de E. T., donde el pequeño Elliott sufría la separación de sus padres. Mitzi, que tiene algo de heroína trágica (aunque al final resulte algo así como la heroína de una épica íntima) es para Sam otra fuente de maravillas, semejante a la del cine, y quizás por eso en una escena clave Spielberg la filma con una fuerte luz artificial de fondo, en lo que es un sello de la casa. Mitzi es la luz, y el cine se goza en la oscuridad. Como la noche en que Sam Fabelman pisa por primera vez una sala de cine, de la mano de Burt y Mitzi.
Una ventana a personajes en libertad Con una colección de personajes tan afables como auténticos, la realizadora entrega una ficción en su punto justo, incluso con una distancia necesaria. Un lustro atrás el realizador madrileño Jonás Trueba inició una serie de films llamada Quién lo impide, una experiencia realizada entre un grupo de adolescentes, caracterizada por el aire de improvisación, que les daba a las películas el aspecto de un documental. El resultado era (¿es?) de una enorme frescura, donde el espectador se sentía en medio del grupo. Álbum para la juventud, primer largometraje filmado en solitario por Malena Solarz (tiene uno previo, El invierno llega después del otoño, realizado junto a Nicolás Zukerfeld) sigue una senda semejante, aunque sin la participación de los propios intérpretes en la realización, tal como sucedía en la serie de Trueba. La sensación que comunica Álbum para la juventud es que no se trata de una película sino de una ventana. Una ventana abierta a un grupo de adolescentes (y algunos no tan adolescentes), de quienes el espectador aprenderá a conocer rasgos, intereses, deseos y relaciones. Cuando empieza la película la ventana se abre; cuando termina, se cierra. Sol (Ariel Rausch, dueña de un notable carisma) y Pedro (Santiago Canepari, que parece que recién acabara de “pegar el estirón”) terminaron el colegio, es verano, y están dando los primeros pasos hacia el futuro. Gracias a su piano recién comprado y con ayuda de un profesor, Sol retrabaja una composición hecha cuando era chica, en vistas a dar el examen de ingreso al conservatorio. Mientras aprovecha que sus padres están de vacaciones para disfrutar de su casa a solas, Pedro inicia un taller de escritura y toma notas en todas partes: mientras asiste a una obra teatral, en la calle, en el colectivo. Sus amigos preparan sus exámenes de fin de curso y en algún momento llegan para quedarse unos días en casa el hermano mayor de Pedro (Agustín Gagliardi) y su mujer, que está en los primeros meses de embarazo (Laura Paredes). Como puede verse, la realizadora no pone sus fichas en la “trama”, sino en otra parte. ¿En qué otra parte? Aunque los planos están compuestos, la luz cuidada (a cargo de Fernando Lockett, director de fotografía de varias de las películas de Matías Piñeiro) y el montaje es preciso (la propia Solarz), Álbum para la juventud funciona como una camarita de celular, que sigue a sus personajes en sus tareas cotidianas. Pero lo que importa tampoco son las tareas en sí, sino el carácter inefable que surge de los personajes, que a medida que avanza el metraje se van volviendo inconfundibles. Sol, con su mirada atenta y una sonrisa que parecería “venírsele” a la cara; Pedro, todavía con una incomodidad física que por momentos lo lleva a no saber bien dónde poner las manos, pasando por una serie de movimientos veloces e infinitesimales. Da toda la sensación de que las escenas responden a un planteo general por parte de Solarz (co-creadas, tal vez, por sus actores), y de allí en más los actores las resuelven “como les sale”. Claro que no se trata de dejarlas tal como salen, si no que luego hay un trabajo de selección y montaje (daría la impresión de que muy intensivo, por lo buenas que son las escenas del corte final), que deja afuera lo que no haya estado tan bien, y adentro lo que sí. La mirada de Solarz no está por encima, si no a la altura de los personajes, aunque tampoco es que se “empasta” con ellos, intentando ser una adolescente más. Hay una distancia, la necesaria para que la creación funcione, que pone a Álbum para la juventud a raya del carácter crudo con el que suele identificarse el documental. Siempre está claro que el film de Solarz es una ficción, cocida el tiempo necesario para que no quede poco “hecha”, y tampoco se pase del punto de cocción. Pasarse de cocción suele significar, en estos casos, que la ficción “se coma” la película, imponiéndoles hechos a sus personajes. Aquí se los ve en libertad. Y no hay ningún cliché. Empezando por ese que “obliga” a un protagonista hombre y una mujer a ponerse de novios, como si no existieran otros modos de relacionarse. Son esos otros modos los que Solarz investiga, sin el menor aire de investigación.
"Con amor y furia", mucho más que un triángulo amoroso La puesta en escena de la notable realizadora francesa potencia una historia aparentemente sencilla, basada en la angustia y la indecisión amorosa de una mujer. Si el cine fuera solo cuestión de “argumento”, Con amor y furia sería una película más. Una de triángulo amoroso, con sus altas y bajas sentimentales, sus dudas y clandestinidades, sus pasiones y sus odios. Nada nuevo. Pero el cine no es cuestión de “argumento” sino de puesta en escena, y la puesta en escena pasa por los ritmos y tiempos narrativos, el modo en que se muestra cada fragmento, la elección de los planos, encuadres, transiciones de montaje. Es allí donde la película de Claire Denis --que le valió a la realizadora el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Berlín-- se supera a sí misma y se hace única e inimitable, donde eleva su propio “argumento” a otra cosa, mayor y más intensa que cualquier melodrama “de triángulo amoroso”. La historia de Con amor y furia –decimosexto film de la realizadora de Vendredi soir, Bella tarea y 35 rhums—comienza en un estado de plena felicidad, y eso hace suponer qué sucederá poco más tarde. Sara (Juliette Binoche) y Jean (Vincent Lindon) se aman, y ese amor es expresado en una escena en la que juegan en el mar, y continuado en varias escenas de intimidad. Aparece un tercero, François (Grégoire Colin), el hombre al que ella amó antes de conocer --por su intermedio-- a Jean, y el mundo de Sara comienza a tambalear, movido por la duda amorosa. ¿A quién ama más, con quién quiere quedarse, cómo romper con uno de los hombres a los que ama? Denis ralentiza algunas escenas, cuestión de transmitir la sensación de eternidad que embarga a los amantes, como el momento inicial de la playa, o para comunicar la intensidad de un sentimiento, como el segundo en que --el destino, la fatalidad, flor y nata de todo melodrama-- divisa a François, años después de no verlo, y siente un flechazo como el que signa el comienzo de un amor. El hecho de que Jean y François fueran amigos, y ahora socios en un emprendimiento que el segundo de ellos acaba de ofrecer complica el nudo sentimental que acaba de armársele a Sara. En la medida en que la situación se vuelve cada vez más tensa, la puesta en escena también lo hace. Los planos se hacen más cortos, comunicando el encierro que cada vez más cerca a Sara y Jean (los encuentros de Sara con François están mostrados en planos más largos) y las discusiones y peleas de la pareja se muestran en continuidad (con algunos planos secuencia y cortes tan fluidos que hacen parecer que las escenas enteras están filmadas en planos secuencia), de modo de acrecentar la angustia, la sensación de encerrona sin escape. Breves paneos de un rostro a otro apuntan al mismo fin. La música como submarina de Tindersticks agudiza el “ruido de fondo” de la pareja. Con amor y furia está contada desde el punto de vista de Sara, de modo que todo lo que sucede, toda la puesta en escena, responde a los sentimientos que ella experimenta. Ella trabaja como periodista radial, entrevistando a representantes de países de lo que antes se llamaba “Tercer Mundo”: una mujer libanesa que cuenta la calamitosa actualidad de su país, un hombre africano que hace el elogio del anticolonialismo de Frantz Fanon. El tema del colonialismo y sus secuelas no es nuevo en la obra de la realizadora, que vivió durante su infancia en África y aludió a él con la presencia de inmigrantes africanos en muchas de sus películas, abordándolo resueltamente en Bella tarea (1999) y White Material. Aunque en el presente trabaje como cazador de talentos para clubes de rugby --la sociedad propuesta por François--, en la psiquis de Jean el pasado pesa más. Fue jugador de ese deporte, no pudo seguir jugando desde el momento en que se quebró, y viene de pasar varios años en prisión por un motivo que se desconoce (no vendría mal saberlo). Dada su ausencia, Jean perdió la custodia de su hijo Marcus (Issa Perica), quien quedó al cuidado de la abuela (la veterana Bulle Ogier, quien actuó en films de Luis Buñuel, Jacques Rivette y Barbet Schroeder, entre otros). La rebeldía adolescente de Marcus, sus incertezas, encuentran como canal de expresión la larga ausencia de su padre, y la difícil relación entre ambos es una de las líneas del relato. Pero todo el peso recae sobre el extenuante trabajo de Binoche y Lindon. Ella, cargada de angustia e indecisión amorosa; él, con esos músculos siempre tensos, de una furia que en ocasiones se vuelve físicamente peligrosa.
"Aftersun": recuerdos en busca del tiempo perdido. El film de la realizadora escocesa es una inmersión sensorial en el mundo de una niña y, a través de sus ojos, de su padre. Lo primero que se ve en Aftersun, ópera prima sorprendentemente afirmada de la realizadora escocesa Charlotte Wells, es una grabación en video digital donde una pequeña filma a su padre. Son los fines de los 90, y el digital es todavía de baja calidad, por lo cual se ve borroso. La niña habla para la cámara y le pregunta al padre en qué pensaba él cuando tenía once años. El padre no contesta, reprimiendo según puede imaginarse algún recuerdo poco feliz. En esas primeras imágenes están encapsulados todos los sentidos de Aftersun, y en las que les siguen también: alguien rebobina la grabación y ésta se descompone en un montón de cuadraditos, que es lo que sucedía con aquellas primeras cámaras digitales. Esa primera secuencia establece el punto de vista desde el cual está narrada la película (el de la pequeña Sophie), el carácter borroso del recuerdo, la angustia que el padre, Calum, intenta ocultar, y alguien que rebobina. ¿Para recordar? Ganadora de un premio en Cannes y ocho más en los British Independent Awards, Aftersun es una busca del tiempo perdido en la que tal vez la crema para después del sol equivalga a la magdalena de Proust. Lo que recuerda la Sophie adulta (la adivinamos en una disco, bombardeada por las luces estroboscópicas) son las vacaciones que pasó junto a su padre en un resort de Turquía, que tal vez hayan sido los últimos días de felicidad de la infancia (en las escenas de la disco se la ve sumamente seria, quizás angustiada ella también). La relación con su padre (Paul Mescal, de la serie Normal People) es de compañeros. Se divierten juntos, bucean, se graban entre sí, toman sol, juegan pool, comparten pillerías infantiles. Es verdad que Calum a veces se niega a seguirla, como cuando ella se le anima al karaoke con una versión (desafinadísima) de “Losing My Religion”. Pero ¿quién dijo que la relación entre dos amigos tiene que ser perfecta, hasta en el último detalle? Sin embargo hay momentos en los que la alegría del padre se quiebra, como cuando no puede reprimir un llanto ahogado, o una noche en la que se dirige hacia el mar en medio de la oscuridad cerrada, tal vez un anticipo de lo que pueda suceder posteriormente (en la disco, la Sophie adulta fantasea a su padre tal como era entonces, quizá porque ésa fue la última vez que se vieron). Sophie (Francesca Corio) está en esa edad en que se es demasiado grande para algunas cosas (“esas son unas nenas”, dice de unas niñas que tal vez tengan apenas unos meses menos que ella, cuando Calum le sugiere “hacerse amiga”) y demasiado chica para otras. Volar en parapente, por ejemplo. La realizadora usa esas imágenes de los parapentes sobre el cielo del resort como impresiones sensoriales, y ese carácter contemplativo, en el que el tiempo parece entrar en suspenso, es común a muchas escenas de Aftersun. Incluso aquéllas que narran momentos aparentemente crasos, apartes silenciosos, como puede ser un viaje en ómnibus en el que Sophie se recuesta sobre el regazo de su padre. Ese tempo, teñido de melancolía, es probablemente el del recuerdo. Flota, como flotan padre e hija en la piscina del resort. Si no tuviera ese tratamiento, para el cual es crucial la música suavemente impregnada de Oliver Coates, la película escrita y dirigida por Charlotte Wells sería un simple relato de iniciación. En lugar de eso se trata de una inmersión sensorial (de nuevo la metáfora acuática) en el mundo de una niña y, a través de sus ojos, de su padre. Que en ciertas escenas Calum se entregue a su angustia, cuando Sophie no está presente, no representa una ruptura del punto de vista: nadie asegura que el padre que Sophie ve (el que reconstruye en la memoria) sea el padre “tal como es”, y no una creación subjetiva de Sophie (la Sophie niña o la Sophie adulta). Aftersun no produciría la impresión que produce de no ser por las notables actuaciones de Paul Mescal y, sobre todo, de Francesca Corio, uno de esos debuts luminosos, magnéticos, absolutamente plenos, que tienen lugar cada tanto.
"Natalia Natalia", el código de una película fallida. En la jerga policial, “Natalia Natalia” es el código para aludir a los NN, los cadáveres no identificados. Regreso al cine de Juan Bautista Stagnaro luego de más de una década de ausencia, Natalia Natalia comienza con un velatorio y termina con una ejecución. Tal vez entre ambos hechos haya más puntos de contacto de lo que parece. Tras el entierro de su ex marido, un subinspector de la policía que murió en el curso de una investigación por “un faltante de sustancias”, una maestra de escuela primaria, Silvia Monteferrante (Sofía Gala Castiglione), empieza a sentir sobre sus hombros el aliento del Comisario Mayor de Asuntos Internos, que parece demasiado interesado en el asunto. Silvia sospecha que hay gato encerrado, y hace bien en hacerlo. Más que como a la viuda de un policía, el Comisario Molinari (Tony Lestingi, con el rostro afectado por una parálisis parcial) parece tratar a Silvia como sospechosa, intentando averiguar secretos de su ex marido. Sospechosa vigilada: unos desconocidos intentan entrar a su departamento, alguien quiere robarle la cartera por la calle y Molinari pone para que la “cuide” a un subinspector a quien llaman El Griego (Diego Velázquez). Si bien es hombre al servicio de Molinari, se adivina que entre él y Natalia va a haber algo más que una relación entre vigilante y vigilada. Mientras tanto, una abogada (Valentina Bassi) asoma como la única persona de confianza para ella, ayudándola con la investigación. Natalia Natalia es una película fallida. En varios planos. Está filmada con corrección académica: al frente de los rubros técnicos hay profesionales probados. Uno de los problemas del nuevo film de Stagnaro (Casas de fuego, La furia, El séptimo arcángel) es que se trata de un policial lánguido, carente de tensión. Es como si se confiara en que “filmar el guion”, escrito también por Stagnaro, es suficiente, cuando de lo que se trata en verdad es de ponerlo en escena. Y ponerlo en escena significa imprimirle un ritmo, una tensión, una vibración que aquí están ausentes. Los problemas son múltiples y empiezan, justamente, por el guion, que tiene apenas un par de sorpresas, cuya develación la propia película parece tratar con indiferencia. Por el contrario, desde que se ve por primera vez el rostro del Comisario Molinari, su hablar sibilino y su falsa amabilidad, clara tapadera de una condición siniestra, cualquiera adivina qué es lo que está pasando aquí. Otro tanto con la relación entre Silvia y “El Griego”. Otro problema es el casting. Sofía Gala, ya se sabe, es de esas actrices que siempre hacen a su personaje creíble. Y Diego Velázquez es otro actor probado. Pero por más que “El Griego” se exprese de manera cortante, eventualmente agresiva, parece demasiado “bueno” para cargar con un procesamiento y prisión preventiva por homicidio. A propósito, ¿a quién mató, y en qué situación? Ése es apenas un detalle más de un film que falla desde la base.
"La chica nueva": de lo individual a lo colectivo. La protagonista es una joven solitaria que en un momento de su precaria vida deberá tomar una decisión difícil, de orden ético. Jimena anda en problemas. En la peluquería en la que trabajaba el dueño la sorprendió pasando la noche en el local, y la echó sin más. Desde que ocurrió “lo de su madre” no tiene dónde ir, y como no tiene dónde ir marcha a Río Grande, Tierra del Fuego, donde vive su medio hermano, a quien prácticamente no conoce. Como tampoco tiene plata se cuela en el portamaletas del ómnibus, y llega penosamente. Cuando llega se encuentra con que el hermano no es muy amable (a ella tampoco le sobra conversación), pero la deja quedarse unos días en su casa. En la isla hay una sola fuente de trabajo, en la ensambladora de celulares y televisores, y allí va a parar Jimena. Pero el trabajo en la fábrica resulta tan poco estable como el resto de las cosas de su vida, y deberá hacerse una con sus nuevas compañeras para defenderse de la explotación. La chica nueva va de lo individual a lo colectivo. Jimena (la excelente Mora Arenillas, que ya había llamado la atención en Invisible, 2017) es una chica solitaria, sin amigos ni novio o novia a la vista. Su hermano, Mariano (Rafael Federman) se corta por la propia con un contrabandeo de celulares traídos desde Chile, y cuando no le funciona termina votando en contra de un paro, porque por razones personales le conviene que la fábrica siga funcionando. La fábrica le da a Jimena un grupo de pertenencia, y también la posibilidad de una relación con una compañera (Jimena Anganuzzi), que desde que Jimena llegó la mira con intensidad. Mariano la involucra en un negocio peligroso, para saldar una deuda que tiene con unos tipos pesados, y Jimena deberá tomar una decisión que es de orden ético. El nudo de la película (que transcurre en 2017, cuando se prepara el Mundial de Rusia) son las medidas de fuerza emprendidas por los empleados de la fábrica, que ante el escalamiento de la represión por parte de la patronal (les bajan el sueldo, el gremio no tiene paritarias, despiden a mitad del personal) terminarán por tomarla. Allí, lo que hasta entonces era la historia personal bastante desgraciada de la protagonista se vuelve social y política. Son muchas las que están como ella, no es la única que padece. Opera prima de Micaela Gonzalo, La chica nueva es una película tan seca como sus protagonistas, y como el paisaje que los rodea. Los diálogos son escasos y cortantes, Jimena habla para adentro y Mariano, mordiendo las palabras. Los cortes son directos (montaje de la experimentada Valeria Racioppi). Las elipsis abundan. La narración es minimalista, dejando huecos en el relato. Un “antes” fuerte, del que se sabe poco, un “durante” que se construye mediante indicios y un “después” igualmente fuerte, que queda abierto. Aunque marcado por esa consigna que alude a la unidad de los trabajadores. Cuando la cosa se pone intensa (gendarmería, gases, tiempo contra reloj) y Jimena se ve obligada a correr y desplazarse, la cámara la sigue con travellings desde atrás, que recuerdan el estilo de los hermanos Dardenne. Hasta que para, y se une. Y al que no le gusta, se jode.
"Crónicas de un affair": amor a la francesa. convincente; el regordete y barbudo Vicente Macaigne está bastante irritante, ya que no hay una sola escena en la que no dude, hesite, vacile, tartamudee. Un poco está bien; tanto, cansa. A propósito, Chronique d’une liason passagère, tal el título original, es como una de Rohmer, pero con Diane Keaton y una caricatura de Woody Allen en el medio. En un momento dado, Charlotte y Simon deciden probar un trío. Lo ensayan y allí surge un sentimiento más fijo, más estable, que hace asomar el melodrama. Se verá como lo resuelven. Un último detalle: en tres momentos de callada emotividad (el exceso de sentimiento puede hacer tambalear la relación), la cámara hace sendos travellings hacia las nucas de los personajes, ratificando que en cine, un travelling y una nuca bastan para transmitir pura emoción.