X-Men: Días del futuro pasado

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Si las primeras películas de la serie eran apenas un intento de llevar al cine a los mutantes de Marvel apelando a una aburrida corrección política que versaba sobre la diferencia y la tolerancia, X-Men: Días del futuro pasado tira todo por la borda y prueba un camino completamente distinto: el resultado es una película adulta y segura de sí misma, capaz de maniobrar un tono trágico sin por eso dejar pasar oportunidades para construir humor (habilidad siempre rara dentro del género, con la excepción de las Iron Man), y que aprovecha los saltos temporales y su curioso dispositivo narrativo (muchos personajes aparecen escindidos entre su yo del pasado y del presente) para observar la época y hasta para comentarla sin caer en reduccionismos ni mensajes acerca de la Historia. Además, Bryan Singer se muestra en plena forma, capaz de lograr los planos más elaborados y dinámicos que capturan la vitalidad de los movimientos de los protagonistas (en especial de Wolverine) al tiempo que estiliza la puesta en escena; las imágenes son siempre potentes y bellas, invitan a ser miradas, nunca son solamente ilustrativas de lo que ocurren en el relato, como en la escena de acción del comienzo, en el que el vértigo de la lucha y el duelo de poderes es de lo mejor que se haya podido ver en una película de superhéroes. Es que en X-Men todo es exceso: del espacio, el cuerpo y hasta del dolor que padecen los personajes. Quizás como ningún otro grupo de héroes de Marvel o DC, los X-Men cargan con un sufrimiento que los convierte en criaturas perfectamente aptas para la tragedia: además de la marginación que les dispensa la sociedad, los duros combates que entablan con los villanos y los amores casi nunca correspondidos, los alumnos del profesor Xavier deben enfrentarse a sí mismos y a la soledad a la que parecen condenados eternamente. Cuando Wolverine viaja al pasado para encontrar al antiguo profesor y convencerlo de que lo ayude en su misión, lo halla viviendo solo, perdido por el alcohol y el recuerdo de una traición amorosa, acompañado solo por un alumno fiel que lo cuida como si fuera un anciano. La mansión que habita el Xavier quebrado y sin poderes (renuncia a ellos voluntariamente para poder caminar) es lo único que queda de la escuela para mutantes, la esperanza de un puñado de jóvenes con extrañas habilidades que debe cerrar por orden del gobierno. La agonía en la que se debate un ahora cínico y desencantado Charles Xavier no tiene medida, como no la tiene tampoco el calvario hecho de experimentos y torturas a los que somete el científico militar Bolivar Trask a los mutantes capturados para perfeccionar su legión de centinelas, unos robots cazadores que persiguen implacablemente a personas con el gen X. Pero no se trata solo de la ruina silenciosa a la que parece haberse confinado el futuro líder de los X-Men: también está la cárcel ubicada a miles de metros bajo la tierra en la que yace enterrado vivo Magneto, alejado de cualquier clase de metal; o los soldados mutantes que eligen pelear por su país en Vietnam una guerra sucia, menos por convicción que por la vaga promesa de ganarse un lugar en la sociedad que les da la espalda y los trata como animales. Desde ese pasado colmado de infelicidad y violencia, el guión traza un arco temporal que llega hasta el presente (es decir, el futuro), en el que una distopía terminal esclaviza a la raza humana y la mutante por igual y en la que la última frágil resistencia la constituyen un grupo de mutantes incapaces de batirse con sus enemigos; en cambio, su estrategia es: cuando son atacados por un grupo de centinelas y, de antemano, se saben masacrados sin remedio, dos de ellos, Bishop y Kitty Pride, se retiran del campo de combate y ella lo envía unos días atrás en el tiempo para advertirles a sus otros yo del pasado que ya fueron descubiertos y que tienen que cambiar de escondite. La cuestión es que, mientras Bishop y Kitty hacen eso, los otros deben entretener a los centinelas a costa de sus vidas y sufrir una muerte salvaje. La corrección temporal fruto del viaje en el tiempo los salva y devuelve a un momento en el que todavía pueden huir, pero se trata de una huida breve, ya que en breve serán detectados de nuevo por los enemigos y deberán repetir el ejercicio incontables veces, siempre luchando con la única misión de, si tienen suerte, despertar unos días atrás como si nada de la carnicería hubiera sucedido. Incluso salvando la vida, el puñado de mutantes restante, golpeado y desmoralizado, solo puede aspirar a repetir indefinidamente ese empezar de nuevo como en 8 minutos antes de morir o, ahora, la más reciente Al filo del mañana.

El director sabe explotar la veta trágica de su relato sin convertirlo en un retrato lastimoso, y puede generar unas tensiones al interior del grupo que son el corazón de la película: sobre todo a partir de la aparición de Magneto, interpretado increíblemente por Michael Fassbender (puede actuar muy bien cuando no es dirigido por Steve McQueen). Su Erik, muy superior en cálculo frío, rencor e instinto asesino al compuesto por Ian McKellen, se roba una buena cantidad de escenas y también de planos: su presencia en el encuadre es eléctrica, empuja toda la atención del ojo al rostro pétreo y algo contrahecho de Fassbender y deja en la sombra al resto de los personajes. Hugh Jackman muestra de nuevo que quizás no sea un gran actor pero que sí puede darle vida a un personaje difícil como Wolverine, un duro que bien podría ser una continuación en clave de superhéroe de los héroes taciturnos y desencantados del cine clásico (de hecho, en esta última X-Men se revela definitivamente el método de Jackman: lo suyo pasa por imitar el tono de voz, el gesto hosco y hasta el desprecio infinito que suelen caracterizar a los personajes de Clint Eastwood).

Por cómo puede maniobrar las dos líneas temporales de manera simultánea (aunque la de mayor peso sea la del pasado), por cómo construye y dejar crecer a algunos grandes personajes del cine de superhéroes como Magneto y Wolverine, por cómo juega a reescribir la historia sin ninguna pretensión de importancia (ver quién está detrás del asesinato de Kennedy), por cómo fija la mirada en la época y sus detalles pero sin perderse en ellos ni elaborar un comentario social (los 70 son solo un marco en el que van a inscribirse los mismos conflictos que sufren siempre los mutantes), X-Men: Días del futuro pasado representa el paso a la adultez de una serie tibia, que elegía la comodidad del mensaje políticamente correcto y no solía tener grandes habilidades a la hora de desarrollar una historia, cuya única fortaleza era contar con unos personajes atrapantes ya elaborados por décadas de historietas. La última película de Bryan Singer barre con todo eso y, a pesar de haber dirigido las primeras, acá hace un cine exponencialmente distinto, que eleva en parte la media de un género que todavía sigue esperando sus grandes películas, las que lo arranquen de la mediocridad que parece ser su sigo más reconocible. Las primeras Batman de Nolan y las Iron Man de Favreau tienen ya no están tan solas.