Vivir al límite

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

Psicología de acción violenta

Kathryn Bigelow es mucho más que la ex esposa y competidora de James Cameron en la próxima entrega de los Oscar: es una directora completa.

Quien conozca el nombre de Kathryn Bigelow sabrá que en Vivir al límite encontrará algunos elementos comunes a casi todos los films de la directora, presentes en películas aparentemente distintas, como Punto límite y K-19: comunidades masculinas cerradas, adictos al peligro, una mirada política que excede lo coyuntural, acción y tensión constantes. La Bigelow pertenece a un selecto conjunto de cineastas que, por norma general, narran y muestran el mundo a través de la pura acción física. James Cameron, Michael Mann y en menor medida Tony Scott están, hoy, en ese nivel. Como todo el mundo sabe, es la máxima candidata –junto con su ex James Cameron– a llevarse el Oscar este año. Y si Vivir al límite ganase el premio de Mejor Película o Mejor Director por encima de Avatar, no sería del todo injusto, aunque sí –se sospecha– por las razones equivocadas. Porque lo que Bigelow narra en el film tiene que ver, en última instancia, más con el cine que con el contexto político de hoy, aunque se trate de marines y aunque se trate de Irak.

El film muestra varias misiones de un grupo de soldados dedicados a desarmar explosivos. Son tres, uno muere y es reemplazado por otro, llamado William James como el filósofo estadounidense fundador del pragmatismo, aquella escuela filosófica que superaba el dualismo y se concentraba en las consecuencias de cada acto. Casualidad o no, el núcleo del film es la imposibilidad de James para seguir los delicados protocolos de su tarea, para llevar adelante un pragmatismo absolutamente radical que lo pone en un peligro constante. El problema es que es un peligro buscado, que tanto en James como en sus –sólo aparentemente– más atildados compañeros funciona como una adicción. Es por eso que el film no es, precisamente, una acusación sobre la invasión a Irak –aunque en la superficie no carece de tal elemento– sino algo mucho más profundo, más serio incluso.

Como lo había hecho en Punto límite o en Días extraños, el núcleo de la película es el descubrimiento de cómo un medio se transforma en un fin y por qué. Los surfers de Punto… roban bancos para seguir surfeando. Pero en realidad surfean para robar bancos, o ambas cosas para ser ellos mismos poniendo constantemente en peligro su propio ser. Johnny Utah, el personaje que encarnaba Keanu Reeves, los busca por justicia pero termina reconociendo que es policía porque ama esa sensación de que la vida puede terminar en cualquier momento. Ese gozoso nihilismo es el que anima sin más a James, el que transforma la guerra en un todo o nada constante donde manda el deseo del propio cuerpo. Por eso éste es un film extraño: un drama psicológico que sólo puede contarse mediante la acción más clásica y llevar al extremo la poética del hombre en peligro.

Y allí es donde aparece su verdadera dimensión política: el Estado contemporáneo (aquí es el estadounidense, pero esta tara ya es global) necesita que el hombre viva los medios como fines para que deje de cuestionar su lugar mecánico en la economía de este mundo. El ejército necesita adictos al peligro, porque es esa adicción lo que los vuelve máquinas perfectas que harán cualquier cosa por su dosis. Aquí no importa que la guerra sea Irak ni qué presidente ocupa la Casa Blanca: lo que importa es qué tipo de hombre ha creado el mundo contemporáneo. Metafóricamente, el film muestra al adicto al trabajo en una gran empresa y también al lumpen envilecido que roba matando desesperado, todos funcionales a un poder sin espíritu. De allí que, en la desoladora secuencia final, James –un enorme trabajo de Jeremy Renner– descubre que lo único que lo hace feliz es desarmar bombas, dejando atrás incluso el último jirón familiar de orden burgués. Como el protagonista de Amor sin escalas, está solo y ha descubierto que la soledad es la única lógica de este mundo. Por eso también es el complemento de Avatar: la única forma de superar este estado de cosas (y este Estado de cosas) se encuentra fuera del mundo. Que un film lleno de secuencias de suspenso magistrales, con gran dominio de la acción y con mínimos diálogos vibre a esas alturas está, incluso, más allá de cualquier premio.