El dueño de una joyería trata de huír de la invasión nazi a Francia y le deja su negocio a su empleado. No logra escapar y se esconde en los sótanos de su local, conviviendo con el empleado y su esposa. La película es densa, sobre todo sostenida en las actuaciones (intensas como corresponde a tema y forma) y excede el contexto para presentar una cumplida fábula moral a la que no le falta suspenso.
Es cierto, hoy andamos comparando películas: aquí tenemos la versión siglo XXI y pico de “Todos los hombres del presidente”. Dos periodistas (mujeres) del New York Times investigan los abusos y violaciones del poderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein, lo que lleva al surgimiento del movimiento “MeToo”. Si vieron la película de Alan Pakula, o “El informante” (obra maestra de Michael Mann) o “Spotlight”, o “El Escándalo”, saben que todo está inventado. Aún así, el thriller periodístico funciona. Pero no basta con que el tema sea respetable para que una película sea inmediatamente “buena” en sentido estético, incluso si lo es en sentido moral. Hay algo de tensión a reglamento para agregar “cine” a la historia que no parece del todo coherente con lo que realmente pasó (Spotlight, en ese sentido, era más sincera: gente haciendo su trabajo, básicamente). Una película-ilustración, no tan Billiken como podría ser pero casi.
Vamos a dejar de lado la representación políticamente correcta de familia multi étnica, mujeres altamente empoderadas y amor entre personas del mismo sexo. El problema en estos casos es que esto se coloque con calzador para aleccionar; aquí no sucede: lo que importa es otra cosa y es, casualmente, mucho más tradicional. Se trata de una familia de exploradores que, por una misión de capital importancia para la Humanidad -algo que tiene que ver con la energía limpia, también dejemos de lado el costado ecológico del asunto- y el problema es cómo ese grupo heterogéneo, con diferencias de todo tipo, se une o reúne por lazos de amor reales. Aun cuando la trama es poco compleja, ese punto es el que emociona. Pero lo que vuelve insatisfactoria Un mundo extraño no tiene nada que ver con todo esto sino con el hecho de que la pantalla estalla con imágenes y formas a veces de un modo tan abigarrado que el derroche de fantasía apabulla antes de asombrar porque no tenemos tiempo de apreciarlo. En el fondo, es como si Lluvia de Hamburguesas 2 se cruzara con Avatar, con mucho de Julio Verne y Conan Doyle. ¿La ensalada es rica? Sí, pero uno se queda con las ganas de saborearla un poco y no de sentir que el pedacito de aceituna se tragó demasiado rápido.
Hay algo de Atrápame si puedes (y bastante de Spielberg, en general) en esta historia de un joven judío de 21 años que sobrevivió durante el régimen nazi en Berlín gracias no solo a falsificar documentos para salvar otras vidas sino a falsificar su propia persona. La historia es real y tiene varias aristas interesantes: por ejemplo, cómo era la vida cotidiana bajo la dictadura de Hitler; qué es justamente eso que llamamos “felicidad” y dónde y cómo aparece, más allá de las circunstancias; cómo se construye una puesta en escena para poder vivir o sobrevivir. Hay otro elemento: el tono, si bien el film abunda más en diálogos que en acciones, tiene cierta ligereza y nos atrae, melodrama aparte, la simpatía de los protagonistas. En el fondo, es sobre la despreocupación de ser joven y tener toda la vida por delante, y de cómo esa juventud se transforma también en un arma de supervivencia.
Una pareja de lesbianas que busca tener un hijo se queda sin recursos; una de ellas decide seducir a un turista argentino y logra quedar embarazada. El turista es más bueno que el pan y decide ser padre. Comedia realizada con buen gusto aunque con no poco de recurso televisivo, tiene la virtud de no tomar el discurso políticamente correcto como postulado sino de bucear en las complejidades afectivas y formales de un mundo nuevo.
Las historietas de superhéroes nos gustaban porque, incluso con conflictos que crecían de número a número, eran una promesa de color y aventura, de diversión más grande que la vida. Los “grandes temas” o las “moralejas importantes” aparecían en escorzo, sin que nadie las pusiera delante todo el tiempo como un cartelón. Wakanda por siempre es lo contrario: un enorme cartel que dice “esto es importante” y una enciclopedia de corrección política en ciertos momentos forzada al extremo (el plano de dos mujeres tratándose como pareja ya es un estándar que no molesta salvo por el hecho de que se nota injertado sin construirse previamente). El ingreso de Namor, personaje veterano de los cómics (uno de los primeros superhéroes, de hecho: nació en 1939) en el cine requería otra cosa: ¿por qué hacerlo descendiente maya y rey de Talokan en vez del mandatario de Atlantis? ¿O es menos racismo ir contra los atlantes que contra los mayas? En eso radicaba el poder metafórico y concreto del arte popular: en desplazar la “realidad” a la fantasía para que pudiéramos atisbar una verdad. La política en muchos casos manda en esta película que además pasa demasiado tiempo mostrando tristeza, al punto de dejar a un gran personaje con potencial feliz y humorístico (Iron Heart), como una mera excusa argumental. Lo peor: dos horas cuarenta para que todo quede clarísimo y no haya dudas con la moraleja. Y peor aún: la verdadera trama aventurera está resuelta de manera torpe.
Esta es una película de terror calculada para que los efectos más típicos del género no se hagan presentes. Tiene un diseño de imagen perfectamente dibujado, un tono realista que evita estridencias, un uso del color y de la luz preciosista, una banda sonora casi minimalista. “Stylish”, diría un estadounidense, y todo eso tiende al exhibicionismo, al “mirá mamá, filmo sin manos” de muchos directores que creen que el diseño está por encima del relato. Pero en este caso, ambas cosas se retroalimentan y generan un cuento extraño que parece la versión Kiarostami/Claire Denis/Lars Von Trier de La tiendita del horror: una planta creada genéticamente que expele oxitocina y crea una sensación similar a la felicidad es en realidad algo monstruoso. Pero le aseguramos: hay más que la anécdota y es de los films que nos deja pensando en él.
Bienvenida la posibilidad de ver en pantalla grande películas animadas japonesas. Porque -lo hemos dicho más de una vez y cada título lo confirma- en ese campo hay una enorme creatividad tanto en los relatos como en la forma: se han asumido como perfectos y fantásticos dispositivos pop y este film basado en un muy popular manga (aunque lateral a su historia) es casi una declaración de principios. La mayor cantante del mundo de One Piece (así se llama la historieta y también la serie animé relacionada) tiene un extraño poder y un pasado que la vincula con el rey de los piratas (en un universo donde hay piratas, seres mitad animales, sirenas, bandas de criminales, tesoros ocultos, y mucho más) y eso desencadena lo que está siempre en el fondo de las ficciones japonesas: el melodrama especialmente familiar, especialmente de niños abandonados o padres que se pierden. Pero la vestimenta del cuento combina la acción, el humor a veces satírico, la creatividad sin límites del diseño con una gran cantidad de canciones y música, un auténtico bombardeo sensorial que implica el “un poco de todo” de estas películas. Y aún así, abigarrada y llena de cosas, se entiende todo: sobre todo, en este caso, un prodigio narrativo.
Interesante exploración sobre el deber ético y moral: un cirujano se cruza con un accidente de tránsito; descendiente de sobrevivientes del Holocausto, elude ayudar a la víctima por portar tatuada una esvástica. La película deja de lado la cuestión histórica para centrarse en la contraposición entre culpa y responsabilidad, de un modo profundo y sin dejar de darle voz a cada postura. Un gran análisis de caracteres y una tensa fábula moral.
Un gerente de banco y sus dos hijos van en un auto. El auto tiene una bomba debajo. El atacante llama por teléfono: salen del auto y todos vuelan salvo que se cumplan sus exigencias. Notable ejercicio de suspenso (una remake de un film europeo) que mantiene la tensión hasta el final. Y sí, Corea del Sur tiene uno de los mejores cines del mundo, original incluso cuando apuesta a fórmulas conocidas. Vayan y vean.