Virus:32

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El club de los pasmados

El subgénero del terror cinematográfico correspondiente a los muertos vivientes, nacido por cierto con Zombie Blanco (White Zombie, 1932), de Victor Halperin, y Yo Caminé con un Zombie (I Walked with a Zombie, 1943), de Jacques Tourneur, viene de capa caída desde hace por lo menos un lustro si lo pensamos en términos comerciales porque a nivel creativo la decadencia es más dolorosa e indudablemente se extiende a bastante más de una década atrás por un cansancio y un deterioro discursivo que siguen acumulándose desde aquella lejana eclosión moderna de la mano de La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968) y El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 1978), ambas de George A. Romero, y esa homóloga posmoderna escalonada que va desde El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), de Dan O’Bannon, hasta llegar a la también decisiva Exterminio (28 Days Later, 2002), dirigida por Danny Boyle a partir de un guión del querido Alex Garland. A pesar de que ya no genera en taquilla los dividendos de antaño y del hecho innegable de que la mediocridad no da tregua en lo referido a la catarata de bodrios y clones varios que el mainstream y el indie continúan produciendo en todos los rincones del planeta como cadena de montaje ya terminal, el rubro de los finados se resiste a desaparecer incluso con el calamitoso declive cualitativo experimentado por The Walking Dead (2010-2022), otro de los productos responsables de esta insistente moda comercial.

Ahora bien, la escena rioplatense del horror jamás fue adepta a tales menesteres y lo que subsiste hasta el día de hoy son apenas parodias como Plaga Zombie (1997), de Pablo Parés y Hernán Sáez, y algún que otro exponente sólo del marco contextual apocalíptico símil Fase 7 (2011), de Nicolás Goldbart, amén de una escena de terror en general muy despareja en la que conviven artesanos valiosos como Adrián García Bogliano y Demián Rugna, otros más olvidables en línea con Gonzalo Calzada, Gabriel Grieco y Daniel de la Vega y esos clásicos mamarrachos de toda cinematografía nacional o regional, pensemos en el dúo de Luciano y Nicolás Onetti, ejemplos de la costumbre mimética y nostálgica hiper baladí de cierto cine de género industrial que por suerte va quedando cada vez más en el pasado. Dentro de todo este panorama viene destacándose el director y guionista uruguayo Gustavo Hernández, quien comenzó su trayectoria en el indie con dos realizaciones muy dignas, La Casa Muda (2010) y Dios Local (2014), que le permitieron saltar al mainstream de No Dormirás (2018), aquella asimismo interesante coproducción con España y Argentina que ahora le posibilita replegarse hacia una suerte de propuesta de “idiosincrasia mixta” que conserva un presupuesto generoso, aquí gracias a productoras y/ o entidades de Uruguay y Argentina, pero volcándolo a ese encierro pesadillesco de La Casa Muda y No Dormirás, hablamos de Virus-32 (2022), distribuida en el mercado anglosajón vía el inefable Shudder.

El raquítico guión de Hernández y su colaborador habitual Juma Fodde Roma deja bastante que desear en materia de originalidad, como prácticamente todo el acervo cinematográfico mundial de hoy en día, aunque ese terreno nunca constituyó el fuerte del director porque su maestría radica en el desarrollo minimalista de personajes, la genial puesta en escena y por supuesto la catarata de instantes de tensión, aquí fotografiados de manera meticulosa por el extraordinario y muy imaginativo Fermín Torres Echeguía. Iris (Paula Silva) es una guardia de seguridad en un club deportivo, el Neptuno, y una madre negligente de la pequeña Tata (Pilar García), a la que engendró con un muchacho con el que la mocosa convive, Javier (Franco Rilla). Un buen día Iris, quien tiene de compañera de casa a una suculenta morena centroamericana, Nicky (Anaisy Brunet), se olvida de la visita pautada de Tata y por ello debe llevarla al trabajo sin percatarse de un brote infeccioso símil aquel virus modificado de la rabia de Exterminio que convierte a los contagiados en homicidas feroces y raudos con tendencia caníbal, aunque con la diferencia sustancial -y sin explicación alguna- de que los susodichos quedan pasmados durante 32 segundos luego de cada ataque mortal. Dentro del club madre e hija se separarán y la segunda quedará como rehén de un tal Luis (Daniel Hendler) que aparece de la nada, señor que de inmediato insta a Iris a que lo asista en el parto de su esposa, Miriam (Sofía González), una infectada que desea asesinar al no nato.

Sustentada en el muy buen trabajo de Silva y Hendler, los juegos con las penumbras y la iluminación sutil de Torres Echeguía y la partitura deliciosamente hollywoodense pomposa de Hernán González, Virus-32, como decíamos con anterioridad, recupera las obsesiones carpenterianas de Hernández con la reclusión, ofrece una experiencia adictiva y de una factura técnica en verdad fenomenal y hasta trae a colación, sobre todo durante la apertura/ introducción en el hogar montevideano de Iris, aquel gustito por las tomas secuencias de La Casa Muda, film que hacía uso del recurso en su variante simulada a lo La Soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock, Birdman (2014), de Alejandro González Iñárritu, y El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015), de László Nemes, obras que se oponen a la fotografía más trabajosa y realista de Timecode (2000), de Mike Figgis, El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002), de Alexander Sokurov, y Victoria (2015), odisea de Sebastian Schipper. Hernández se luce especialmente en esos planos aéreos del comienzo, la escena de la primera arremetida del tremendo zombie oficinista (Rasjid César), la subacuática en la pileta, la del descubrimiento de un Javier ya moribundo, la del parto en sí, aquella del pasillo lleno de zombies y todo el desenlace en su conjunto, ejemplos de que los latiguillos bobos -hoy el pasado traumático de la protagonista, vástago menor incluido fallecido bajo su supervisión, Nicolás (Tiziano Núñez)- no destruyen las buenas intenciones cuando existe talento auténtico de fondo…