Villegas

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un cruce de rutas interiores

Dos primos viajan a la ciudad de Villegas, donde los espera el velorio de un abuelo. Con esos elementos, el director traza un fresco en diferentes planos, que permite observar un medio, una clase y unos personajes, sin el menor subrayado.

Después de Tan de repente, la Chacabuco de Otra vuelta, los pueblos desolados de Balnearios e Historias extraordinarias y la San Pedro de La vida nueva, el cine argentino vuelve a ponerle no sólo nombre, sino cuerpo y espíritu a las ciudades de la provincia de Buenos Aires. A General Villegas –de tan sobria, tan segura de lo que quiere, la película no menciona ni una sola vez a Manuel Puig o su obra– viajan los primos treintañeros Ernesto y Pipa, tras varios años de residencia en Buenos Aires, llamados por la muerte del abuelo. En Villegas estarán tres días. Tres días tras los cuales, como piden los manuales de guión, tal vez no sean los mismos. Pero sólo tal vez: la diferencia entre esa convención dramática y la ópera prima del graduado de la FUC Gonzalo Tobal (Buenos Aires, 1981) es que en Villegas todo lo que pasa pasa por dentro. Por lo cual tampoco es posible tener del todo claro qué y cuánto les pasa a los personajes en esos tres días. Ni por cuánto tiempo: ni el propio Tobal parecería saber –o interesarle– qué pasó antes o qué pasará después con ellos.

Parece casi una broma que “los estébanes” Lamothe y Bigliardi sean primos: cinematográficamente, es como si vinieran siéndolo desde siempre. Desde las simultáneas Todos mienten y Castro (2009), sobre todo. Con sólo ver el interior de los departamentos de Esteban (Lamothe) y Pipa (Bigliardi) quedan a la vista las diferencias entre ambos. El de Esteban es amplio, impecable, lleno de mueblería nueva y líneas rectas: la vivienda de quien hizo todo lo necesario para consolidarse en su estatus de clase media-tirando a alta. El de Pipa es un kilombo. Casi como si su personaje fuera la continuidad del de Un mundo misterioso (2011), donde de un día para otro era expulsado del paraíso y no sabía para dónde disparar. Tampoco aquí, como se irá viendo tan de a poco como se muestra todo en Villegas. Escrita por Tobal, la película es todo un modelo en el uso de las elipsis y la dosificación de la información.

Hasta que llegan a Villegas y se encuentran con el velorio –pasó un tercio de película a esa altura– no termina de saberse del todo qué clase de compromiso familiar llama a Esteban y Pipa, más allá de alguna referencia al paso, que puede hacer pensar que algo pasó con el abuelo. Algo más de manual de guión es esa correspondencia tan perfecta entre personalidad, look personal y estilo decorativo. “¡Dejate de joder, parecés mi viejo!”, le chumba Pipa a Esteban, luego de una primera pelea. Se refiere al pelito corto, la chomba Lacoste, el pantalón de vestir, el gesto ceñudo, la rigidez: Esteban es como su departamento. Desde ya que Pipa lleva el pelo revuelto, la barba crecida, está vestido de cualquier manera, carga con varios bultos y fuma porro. Más interesante, menos visible, es el modo en que encaran el viaje, como una reducción a escala de aquél con que parecen haber conducido sus vidas hasta allí.

Esteban, que es el que maneja (tiene un buen auto, claro), quiere ir directo a Villegas, llegar a tiempo y sin escalas. Pipa divaga: quiere parar en el restorán de Junín donde lo hacían de chicos, con el abuelo. Se levanta a la empleada de un 48 horas, propone un camino alternativo en el que tal como parece haberlo hecho él, se pierden; en algún momento dudará si seguir o volverse a Buenos Aires. Si la idea misma del tiempo atraviesa Villegas, tanto como la de las dispares opciones de vida (el tiempo del viaje, el de la infancia, el tiempo transcurrido, el que vendrá), el tiempo histórico aparece en dos planos (dicho tanto en sentido cinematográfico como en el geométrico). Un tiempo histórico cercano, en la que tal vez sea la mejor escena de la película: aquélla en la que Pipa y Clara (hermana de Esteban, con la que en el pasado tuvo algo) visitan la casa vacía del abuelo. Una casa que a través de sus cuadros, atrezzo y long-plays parece desparramar bloques de historia.

El otro tiempo histórico, lejano, surge cuando Pipa y Clara van a parar, en aquella misma secuencia, a la plaza del pueblo, presidida por la estatua del héroe del lugar. No otro que el general Villegas, obviamente. Buena ocasión para que Pipa le cuente a Clara quién era el hombre: el último líder de la Campaña al Desierto. Alguien podrá argüir que la escena está forzada, para poder “meter” esa referencia: suele ocurrir con los hechos históricos muy distantes, no hay otro modo de conjurarlos. Lo interesante es que ese cruce de segmentos dispersos (la intimidad de los protagonistas, el clima familiar, las calles de la ciudad a la noche, la propiedad agrícola del padre de Pipa, agricultor próspero) va armando una suerte de fresco en pedazos, que permite observar un medio, una clase y unas personas, sin el menor subrayado y con una fotografía (gentileza del DF Lucas Gaynor y de Fernando Lockett, aquí camarógrafo) que, en su reiterado uso de las líneas horizontales, también parece hablar de caminos en línea recta, que pueden seguirse o no.