Viene de noche

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

LA PUERTA ROJA

Ante el agotamiento de las fórmulas, como todos los géneros, el terror busca interacciones con otras tonalidades y texturas cinematográficas. Y es ahí donde aparece una película como Viene de noche, que es primariamente un drama íntimo, familiar, pero también un thriller paranoico que incorpora el contexto horroroso. Esa combinación de vertientes, sin llegar a ser una maravilla, no deja de ser un experimento definitivamente exitoso.

El film escrito y dirigido por Trey Edward Shults está situado casi en su totalidad en una cabaña aislada en el medio del bosque. Allí vive una familia compuesta por un hombre (Joel Edgerton, otra vez protagonizando un relato mínimo destinado a poner en crisis ciertas instituciones, como en El regalo), su esposa (Carmen Ejogo) y su hijo adolescente (Kelvin Harrison Jr.), tratando de sobrevivir como pueden a un brote epidémico que ha aniquilado a la mayoría de la población. Ya tuvieron que enterrar al abuelo luego de que se contagiara del virus y tienen pautada una serie de rutinas que les permite seguir adelante sin demasiados problemas. Sin embargo, cuando surja la chance de incorporar a otra familia –una joven pareja (Christopher Abbott y Riley Keough) con su niño-, el frágil equilibrio se alterará por completo. Claro que ese conflicto se irá percibiendo previamente, a través de diversos signos.

Porque es claro que la apuesta de Viene de noche es construir un horror que se alimenta de una inquietud nacida de la paranoia, de los miedos e incluso deseos internos. Allí es clave la figura del hijo, porque si su padre es el protagonista de la mayoría de las acciones, él es en verdad el eje moral de la narración y desde donde se posa la mirada de la película. Su perspectiva está cimentada no solo en la realidad opresiva que habita, sino también en sus pesadillas, donde quedan establecidos sus temores y sus apetitos. Se podría decir que estamos ante una película que apela a un manual de psicología adolescente básica, y algo de eso hay, pero la oscuridad y convicción –para nada impostada- que la guían la alejan de un potencial descarrilamiento.

La convicción de Viene de noche nace del trabajo en la puesta en escena de Shultz, ensamblada a través de planos fijos de conjunto donde el espacio de la cabaña puede tener un papel protector pero también de encierro, aunque el afuera que implica el bosque es otro lugar donde es imposible la liberación. En esa precisa composición –acompañada de una excelente banda sonora-, una puerta roja no solo es el límite entre el adentro y el afuera, sino también un símbolo de todos los temores y demonios internos posibles; un objeto palpable, real, pero también material de pesadillas, de esas zonas oscuras de la mente donde habitan la culpa y las justificaciones ideológicas que se derrumban ante los hechos.

Se podría decir que en sus minutos finales, Viene de noche apura las conflictividades y arriba a un cierre un tanto abrupto y sentencioso. También que el realizador apela a un simbolismo un tanto innecesario a través de un plano donde se ve el cuadro El triunfo de la Muerte, de Pieter Bruegel. Pero lo cierto es que ese desenlace ya se puede intuir desde el primer minuto, en cómo se explican determinados posicionamientos, prejuicios y miedos latentes, siempre justificados en una institución como la familiar, que es puesta en crisis. Hasta en los pocos minutos que parece prevalecer la armonía, se puede intuir, acechando, lo terrible y horroroso. Y que en el último plano, totalmente despojado y ciertamente desolador, no hay ninguna clase de redundancia. El mensaje queda bien claro, lo mismo que la angustia que transmite.