Verano 1993

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Frida tiene que adaptarse. Debe hacerlo. No le queda otra. Ha perdido a su madre -no se menciona la palabra sida, pero es 1993 y otra madre regaña a su hija porque ha tocado a la niña-, tampoco tiene padre y debe marchar al interior de Cataluña a vivir con sus tíos y su primita.

Verano 1993 es tanto una película de iniciación como de introspección. Es un filme narrado desde la altura de la protagonista -alter ego de la directora, que debuta en la realización-, que la sigue a todas partes. Allí donde los adultos hablan casi en susurros y que cuando descubren que la niña puede comprenderlos… No la tiene fácil Frida. No sólo extraña su ámbito, y a su madre. No le resulta sencillo la convivencia allí en el campo. Tendrá raptos, salidas casi de maldad, si la crueldad o la malicia pudieran estar instaladas en un cuerpito de siete años.

Laia Artigas es Frida, la niña que se va abriendo camino como puede. La que presencia la difícil vida en el campo, donde la muerte de animales está presente, donde juega con su primita y la inocencia es un bien que se puede perder de un plumazo.

La realizadora narra el drama, pero sin conferirle rasgos exacerbados. Es, dijimos, su propia historia la que cuenta, y le ha sabido despojar de una mirada moralista, condenatoria en algún caso.

Es en los gestos sencillos o simples donde Frida desnuda su pesar, y también su alma. Verano 1993 es sustanciosa allí donde otras películas pasan desapercibidas.