Vendrán lluvias suaves

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Ya en Toublanc el cine de Iván Fund anunciaba un giro: el director, que desde La risa viene mostrándose como un inventor de formas, se replegaba sobre algunos códigos de los géneros y los utilizaba como plataforma para expandir un proyecto de observación del mundo. En Vendrán lluvias suaves, la película toma el motivo de la distopia, eso que a veces se llama cine posapocalíptico. En alguna pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, sucede algo misterioso: los adultos se quedan dormidos y ya no despiertan, y los chicos deben valerse por sí mismos sin la ayuda de los padres. Ni bien empieza, se entiende que a la película el género le sirve como una estructura, como apenas un montón de convenciones reconocibles con los que llevar a cabo un proyecto exploratorio. No se trata, entonces, de una “relectura”, sino de una lectura más fina, menos atenta a los estallidos narrativos que a los intersticios que se abren más allá (y más acá) del relato.

La materia primordial de Vendrán lluvias suaves son los chicos: las cámara los sigue a todas partes y mira bien de cerca, visiblemente fascinada con el grupo. Cada uno descubre a su manera una tragedia que desborda cualquier capacidad de entendimiento: los padres no reaccionan, pero tampoco están muertos, sino suspendidos, como atrapados en un ámbar hecho de sueño. Una vez constatada la situación, los chicos se lanzan a la supervivencia: algunos se atrincheran con mantas y víveres en sus casas, otros salen en busca de amigos. El guion consigue un tono singular que oscila permanentemente entre el drama de la incertidumbre y la exploración libre del entorno y de sus personajes: es como si la película nunca terminara de suscribir a los códigos narrativos de ese tipo de historias y solo volviera sobre el género para aprovechar una carga afectiva conocida, sin la necesidad de atarse a sus mandatos. Los diálogos de los nenes alternan entre el miedo ante lo desconocido y el disfrute de lo extraordinario: el peligro está, lo palpan, lo sienten toda vez que viajan o que está por hacerse de noche, pero algo siempre los devuelve de nuevo a los juegos, a las preguntas simples, a las risas ante alguna gracia. El cambio de estado se hace patente en los espacios familiares invadidos por insectos y animales, como se ve en el desorden de una mesa llena de platos y vasos sucios de la que se adueñan unas chinches. Los perros, figuras siempre presentes en las películas del director, se integran rápidamente a la aventura y ofician de vigías sabios y compañeros de travesuras por igual. La belleza frágil pero luminosa del grupo es potenciada todo el tiempo por un paisaje conurbano deshabitado del que director sabe extraer una intemperie final, una desolación absoluta que parece haber sido diseñada a la medida de la ciencia-ficción. Ante ese espectáculo sobrecogedor uno se pregunta cómo es que el cine argentino solo haya visto allí escenarios naturalistas. Si el cine de Fund esta vez no parece tan interesado en crear formas inéditas, resulta claro en cambio que sigue empeñado en descubrir lo maravilloso escondido en los pliegues de lo cotidiano.