Vampiros del día

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

No cabe duda de que los directores Michael y Peter Spierig entienden poco de sutilezas, pero tanto la historia como la atmósfera deliciosamente infecta de Vampiros del día le confieren a su película un leve aire de sofisticación a pesar incluso de la torpeza a la hora de filmar escenas de acción o de resolver conflictos entre personajes. Además del trabajo con la imagen y la ambientación que en más de una ocasión remeda al policial negro, algunos de los logros de Vampiros del día son el hermetismo asfixiante de los espacios cerrados y la palidez mortecina que ahogan a la película, que de tan insistentes acaban por tornar casi en un verdadero programa estético. En este sentido, también la arquitectura y la decoración son puntos fuertes del universo de los Spierig: las casas de los vampiros, frías y apagadas, ya inhumanas de tan modernas, pequeñas, opresiva como la cocina de Edward, terminan por configurar el espacio vital de una película que apuesta como pocas en su género a la construcción de un clima propio. Obvio, el contraste con el afuera, luminoso y claro (de día, por lo menos), no se hace esperar. Tampoco el que se ensaya con el mundo de los humanos: como cuando se muestra el sótano de una casa abandonada llena de gente en movimiento, que trabaja en equipo, cocina, donde la luz anaranjada es sinónimo de vida y calidez (el calor es el signo último de humanidad para los Spierig). Pero lo evidente de la comparación no le resta belleza ni fuerza a la construcción visual: al contrario, las escenas templadas y abiertas funcionan como necesario contrapeso y oxígeno de las gélidas y claustrofóbicas, que son mayoría.

En ese mundo de choques y excesos visuales (Estados Unidos en el 2017), también la exageración de las actuaciones es válida: Edward (Hawke) es el vampiro taciturno y amargado, siempre pegado a un cigarrillo, que calla silencioso, estoico, su amor no tan secreto por la humanidad; Bromley (Neill), el villano carismático y cínico que se ufana de su condición de malvado y no escatima en diabluras a la hora de conseguir lo que quiere (ni siquiera con su propia hija, todavía humana); Frankie, el soldado que obedece las reglas y persigue ciegamente a los que no lo hacen, pero que se debate entre el cumplimiento de la ley y la relación con su hermano Edward, es la fuerza bruta que despierta a la duda, que se hace preguntas por primera vez; y por último, Elvis (Defoe), el aventurero incansable, corto de entendimiento pero insobornable, amante de los excesos y la velocidad, que vive como si cada día fuera el último, todo un clisé bajo una cabellera rubia y jeans ajustados. Incluso en la relación entre los personajes persiste el trazo grueso: Hawke y Frankie son hermanos, uno científico y otro militar, los dos con aspiraciones conflictivas a los que la película juzga en relación con el papel que cumplen para el gobierno. Hawke es crítico y problemático, mientras que Frankie se comporta de manera obediente y sumisa. Llegado el momento, los dos colaborarán, cada uno a su manera, con el régimen político. El intelecto y la fuerza, el pensamiento y el músculo, la mente y el cuerpo: elijan ustedes la metáfora que más les guste.

Y como no podía ser menos, también el discurso político de la película es grueso y carente de elegancia, pero a su vez nunca pierde su fuerza narrativa, como si la efectividad de su impacto residiera justamente en esa falta de delicadeza. Una sociedad de vampiros que se erige sobre el consumo sanguíneo tambalea y amenaza con derrumbarse cuando el cultivo de humanos (así obtienen el preciado líquido) mengua y la raza se encuentra próxima a la extinción. La única alternativa es encontrar un sustituto para la sangre humana, ya sea para ofrecerle al público una nueva forma de vida, ahora sustentable, o como salida del paso mientras se le da tiempo al hombre para reproducirse y volver a poblar el mundo (total, los vampiros no tienen apuro porque son inmortales). Pero también están los que, como Hawke o el senador vampiro Turner, apoyan la creación de un sustituto porque ven en la cacería humana un acto de barbarie insostenible. Podría pensarse que la idea del consumo irresponsable de un elemento escaso que para su extracción requiere de brutalidad y muerte, o el comentario acerca de las condiciones de vida paupérrimas de la sociedad llevaría a la película a plantear una conexión con el mundo actual y algunos temas como el petróleo o la pobreza mundial (después de todo, también Drácula de Bram Stoker proponía una lectura alegórica: el conde era uno de los últimos representantes de una aristocracia anacrónica e improductiva que se alimentaba de la fuerza vital de la burguesía, por entonces dueña incontestable del poder político y económico). Pero acaso por la corpulencia nada sofisticada de su discurso, la película se mantiene siempre dentro de los límites fijados por el relato y cualquier conexión disparada hacia la actualidad es más un exceso interpretativo que una propuesta real de Vampiros del día.

Sin embargo, en la película de los hermanos Spierig se produce, como en el personaje de Frankie, un momento de duda, cuando la pregunta irrumpe y ya nada vuelve a ser lo que era. Hasta cerca del final, parece claro que la misión de Edward y la resistencia humana de inventar una cura que permita a los vampiros volver a ser humanos es un deber moralmente incuestionable. Pero el malvado Bromley es el responsable, acaso de manera involuntaria, de poner en crisis el sistema ético de la película: “además, ¿qué hay que curar?”, le dice en tono siniestro a Edward. La pregunta destartala la pretendida transparencia de Vampiros del día hasta el momento, y el intento de naturalizar una postura ideológica determinada queda al descubierto. Un poco a la manera de Identidad sustituta, en Vampiros del día hay una minoría que parece saber con certeza qué es lo mejor para el resto de la sociedad y que se cree con el derecho de pergeñar una “cura” para tratar una condición que es distinta a la de ellos, los humanos. Incluso sabiendo que el sustituto de la sangre es efectivo y podría producirse en masa e intentar una convivencia pacífica entre hombres y vampiros, la resistencia y Edward nunca cejan en su objetivo de hacer que todos los chupasangre vuelvan a ser como antes. No importa que el ser vampiro permita vivir eternamente o volverse inmune a enfermedades terminales (Bromley salva su vida de un cáncer gracias a su conversión), la troupe de Elvis y Edward pareciera no poder ver nada más allá de sus propias narices. Es cierto que la película colabora a su postura mostrando las desventajas de vivir en una sociedad de vampiros donde la sangre escasea: en todo caso, podría decirse que los Spierig comulgan con la filosofía de Edward. Pero la frase del personaje de Hawke después de convertir a un vampiro en humano es reveladora: “now you get to die!”. Detrás de la agresividad de Edward, más que una aspiración altruista de “curar” a los demás, hay un deseo de infección, un contagio deliberado que saca a la superficie todo el resentimiento y la oscuridad del personaje, ocultos hasta el momento. Es con esos dos diálogos que de manera intencionada o no (poco importa) los Spierig le imprimen a su película una conciencia crítica, haciendo de ese par de líneas una bisagra ética que resignifica toda la película y nos invita a pensarla desde un lugar distinto. En este sentido, también podría decirse que la escena final, un verdadero canto hemoglobínico a la carnicería más exaltada y orgiástica, concebida a base de puros ralentis y planos detalle, viene a ser algo así como la frutilla del postre (sangriento): esa matanza desenfrenada no entraba en los cálculos de Edward y Elvis, y los cuerpos masacrados y desparramados por el suelo no son otra cosa que las esquirlas de su fracaso.