Una razón para vivir

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

ESA ÚLTIMA MEDIA HORA

Lo que me sucedió con Una razón para vivir fue cuando menos extraño. Durante prácticamente hora y media, el debut en la dirección de Andy Serkis cumplió con buena parte de mis prejuicios, cumpliendo buena parte de los lugares comunes esperados en su abordaje de la historia real de Robin Cavendish (Andrew Garfield), que quedó paralizado tras contraer polio en África pero, con la ayuda de su esposa Diana (Claire Foy), amigos y familiares, terminó yendo contra todos los pronósticos, saliendo del encierro y proponiendo nuevas formas de afrontar las distintas discapacidades. Sin embargo, su última media termina revirtiendo las expectativas y posicionándola en un lugar totalmente diferente.

El arranque de Una razón para vivir es cuando menos acelerado: Serkis quiere dejar en claro casi de manera rotunda que Robin es un personaje carismático y alegre, mientras que Diana parece ser la típica chica rígida y difícil, que sin embargo se rinde rápido ante los encantos de Robin. Ambos se conocen, se enamoran, se casan, ella le anuncia su embarazo y son recontra felices hasta que Robin queda postrado por la polio en menos de quince minutos. Es como si Serkis quisiera llegar rápido a esa aparente situación sin salida y hasta condenatoria en que queda Robin, en pos de delinear el conflicto central. El problema es que, cuando queda claro que Robin y toda la gente que lo acompaña son capaces de enfrentarse a una circunstancia de salud que es permanente pero aún así asimilable, ese conflicto se va agotando.

No es que Robin y Diana no sigan afrontando numerosos impedimentos, pero siempre encuentran alguna forma de lidiar con ellos, superándolos y superándose, con lo que la película ingresa en una notoria meseta narrativa, con el discurso vital (o vitalista) como único recurso. Serkis parece ser un poco consciente de que faltan ciertos giros dramáticos, y por eso quizás recurre un poco más al humor, particularmente con un pasaje que transcurre en España, donde la mirada exótica sobre la tierra ibérica y sus habitantes, de tan banal, solo puede tomarse desde el lugar del disparate. Pero eso no impide que Una razón para vivir entre en un terreno de aburrimiento y monotonía, con algunas secuencias (como la de un congreso de discapacidad en Alemania) atravesadas por el trazo grueso en la bajada de línea.

Pero cuando el film parecía destinado al fracaso, Serkis da la impresión de encontrar el tono perfectamente apropiado en los últimos treinta minutos, como si hubiera ido aprendiendo qué contar y cómo contar, y completado su aprendizaje justo a tiempo. Ahí, cuando Una razón para vivir tiene que empezar a armar las despedidas y cerrar la historia de su protagonista, surgen algunas decisiones sutiles y sabias, que conducen a que la película conmueva sin golpes bajos. Hay miradas, gestos y diálogos precisos donde el realizador revela que con pocos elementos se pueden decir un montón de cosas, generando una emoción inesperada. Por ejemplo, en la última aparición de los gemelos que interpreta Tom Hollander o en un cruce de miradas que tiene Diana con otra persona mientras está en una cafetería con su hijo (quien luego participó como productor de la película).

Ahora bien, queda flotando, al menos para mí, una serie de dudas fuertes: ¿esa última media hora se estuvo insinuando en los minutos anteriores o es que Serkis acomodó los elementos narrativos y de puesta en escena recién sobre el final? ¿Hubo algo en los noventa minutos previos que me perdí o no registré con precisión? ¿Al director solo le interesaba verdaderamente contar lo que pasa en el final? Difícil saberlo. En todo caso, la última media hora de Una razón para vivir es la que se impone y queda en la memoria, con lo que incluso funciona como un sentido y honesto homenaje de un hijo hacia sus padres.