Una mujer fantástica

Crítica de Ezequiel Obregon - Leedor.com

Premiada en Berlín, candidateada al Globo de Oro a la Mejor Película Extranjera y al Oscar por la misma categoría, Una mujer fantástica se perfila como una de las películas más trascendentes de Latinoamérica. Una trascendencia que, claro, viene dada en buena medida por la identidad sexual de su protagonista. ¿Golpe de efecto? No, en absoluto. El cine es capaz de poner en relieve temas o abordajes contemporáneos, sensibles, y es evidente que las múltiples sexualidades y/o formas de vivenciar la sexualidad son hoy en día motivo de debate en el mundo entero. Su director, Sebastián Lelio, ha alcanzado un nivel de internacionalización importante, dado no sólo por este film, sino por su anterior película rodada en Chile, Gloria, estrenada en numerosos países y fuente de una remake que él mismo dirigió y que protagoniza Julianne Moore, ni más ni menos.

La mujer fantástica del título es Marina (Daniela Vega), una joven trans que está en pareja con un empresario bastante mayor que ella, con quien mantiene un vínculo sólido. En las pocas escenas que comparten, se hace evidente que se aman y planean una vida en común. Pero ese plan queda trunco cuando él muere de forma súbita, y entonces ese momento de inicial idilio que nos presenta en film deviene en un penoso derrotero para Marina, quien queda bajo la prejuiciosa mirada de la ex mujer de su pareja, su hijo, y todos los agentes constrictores con los que debe mediar (el médico, los carabineros, una agente judicial, etc.). Marina reclama su derecho a despedir a un ser querido, un pedido que se ve obturado por una sociedad que, aún en pleno proceso de apertura, sigue arraigada en la heteronormatividad.

Una mujer fantástica tal vez sea el producto audiovisual más visible en relación a los debates LGTBI en Chile, pero no es el único. Así lo ponen de manifiesto películas como Nunca vas a estar solo, de Álex Anwandter, inspirada en el caso Zamudio, o Naomi Campbel, de Camila José Donoso y Nicolás Videla, entre otras. Si el film de Lelio ha alcanzado el nivel de distribución que logró es porque trabaja con emociones primarias, auténticas, que operan desde la conmoción y la identificación con su personaje principal. En las escenas más impactantes todo el pathos de Marina se transmite de forma fluida a la platea, y el director no teme apelar a recursos que rozan lo onírico (el enfrentamiento con el viento en una vereda de Santiago, por ejemplo) para graficar la lucha y las convicciones de su criatura. En otros pasajes apela al orden de lo sublime, homologando de alguna manera la fuerza vital de las Cataratas del Iguazú (nodales para la compresión semántica del drama) con el rostro de Marina mientras realiza su canto lírico.

Ella pide que se la llame por su nombre y no por aquella nominación que aún persiste en su documento de identidad; es amable pero si debe levantar la voz, lo hace. Soporta estoicamente la ira de los familiares de su ex, y lejos de violentarse con ellos intenta tan hacer valer lo que le corresponde. Ella, la mujer fantástica, pertenece a la estirpe de personajes que impactan por su nobleza y se hacen más valiosos por su sensibilidad, y en ese punto hay que agradecerle a Sebastián Lelio la mesura con la que la hace transitar los diversos estadios hasta su mejor resolución, que finalmente llega. Váyase a saber qué hubiera hecho un Lars Von Trier con tamaño drama.

Más allá de cómo aparece dosificado el componente dramático, la clave de la película está en la piel de Daniela Vega, soberbia intérprete que logra esa alquímica empatía que no siempre se transmite en la pantalla. Casi sin experiencia actoral, se hace notorio su romance con la cámara, que en más de una ocasión la encuentra mirando frontalmente, u observándose en uno o varios espejos, aunque nosotros sepamos, claro, que ella es única.