Un pasado imborrable

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Con la prestancia de Colin Firth

El escocés Eric Lomax, autor de la novela autobiográfica en que se basa esta película, fue soldado británico en la Segunda Guerra Mundial. Fue capturado por los japoneses y torturado por la Kempeitai (policía militar del Ejército Imperial) en un campo de concentración en Tailandia, donde los prisioneros eran obligados a construir el tren Tailandia-Birmania (en este hecho histórico se basó también Un puente sobre el río Kwai, de David Lean, con William Holden y Alec Guinness). Lomax es interpretado por Colin Firth en el presente del relato (1980), y por Jeremy Irvine (el protagonista humano de Caballo de guerra, de Steven Spielberg), en el pasado de 1942 y 1943. La historia de vida de Lomax es real, y eso es clave para que la película se revista de la potencia que logra en varios pasajes.

Un pasado imborrable presenta al Lomax de 1980 como un personaje taciturno, obsesionado y fascinado por los trenes, y a la vez duramente perturbado y atormentado por un pasado que no puede olvidar ni tampoco procesar para poder seguir adelante con su vida, en la que ahora hay una mujer (Nicole Kidman) a la que, claro, conoció en un vagón de tren.

La película intercala las dos épocas mencionadas y presenta pacientemente las emociones en ebullición -pero contenidas- de Lomax, apuntaladas por una actuación de Firth con su prestancia habitual; es decir, sin los molestos excesos histriónicos excepcionales de los que abusó en el El discurso del rey.

En buena parte gracias a él -a su presencia confiable, a su aire respetable- y al contenido intérprete japonés Hiroyuki Sanada se llega al final de la película con potencia emocional. El segmento de cierre no sólo tiene menos desvíos que el resto de la película (esa escena de la deuda evidentemente sobra y lo prueba por su torpeza), sino que plantea -como la memorable Invictus, de Clint Eastwood- las diferencias entre el olvido y el perdón, y lo hace con eficacia y economía narrativas, casi con clasicismo.

Es una lástima que unos cuantos excesos musicales y algunos planos enfáticos agreguen naftalina y blandura a un relato que cada vez que maneja la distancia, la sobriedad y la concisión revela el inagotable atractivo de las historias de vida excepcionales marcadas a fuego por la Segunda Guerra Mundial.