Un paraíso para los malditos

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Infierno no encantador

Policial en el que Joaquín Furriel interpreta a un hombre de pocas palabras que establece una particular relación con un viejo enfermo.

Hay momentos en el cine argentino donde se establecen una serie de preguntas sobre sus alcances y pretensiones. Especialmente, cuando se trata de films de género, concretamente el policial, acaso uno de los más transitados en los últimos años. La reconstrucción la hizo el recordado Fabián Bielinsky con sus dos únicas y maravillosas películas, Nueve reinas y El aura, mirando al policial desde adentro la primera y ubicándose en los bordes genéricos en el caso de la segunda. Sin ir tan lejos, este año se estrenó Vino para robar de Ariel Winograd, que aunaba con delectación códigos del policial y la comedia con resultados más que atendibles. Dentro de esos cruces que permiten los géneros, Un paraíso para los malditos explora una historia policial para ubicarse en la periferia genérica, resolviendo algunas de sus decisiones estéticas de manera feliz y, en otras tanto, en forma gratuita y próxima al equívoco. Marcial (Joaquín Furriel) es un extraño sujeto que se emplea como sereno en los márgenes del Conurbano Bonaerense. La presentación del personaje es esquemática pero concisa: hombre de pocas palabras, tenso, solitario, particular en lo suyo. Pero a través de un guiño del guión hace su aparición el policial a través de una muerte, razón por la que el personaje central decide adoptar otra identidad, acercándose a un viejo enfermo (Alejandro Urdapilleta) y a su hija, Miriam (Maricel Álvarez), también madre de la niña Malena, que pronto se convertirá en la novia del protagonista.
En ese segmento, ideal para escaparse de los espacios abiertos del género para recluirse en ambientes sórdidos, cerrados y asfixiantes, la trama adquiere un giro que no la favorece. El crecimiento dramático del comienzo se modifica por una letanía argumental donde sólo sobresalen los tres intérpretes principales, cada uno con su particular performance actoral. Pero el punto donde más flaquea Un paraíso para los malditos se debe a su apuesta por combinar esa atmósfera sórdida y pegajosa, donde subyace más de un momento gratuito, con una estética que se compadece con cierto aire fashion, luminoso, excedido desde el trabajo fotográfico. Como si la repulsión ambiental que transmiten determinadas situaciones se materializaran en un bar alter hour de Palermo Hollywood.
Las interpretaciones también giran dentro de esa extraña combinación: silencioso y algo pétreo Furriel, minucioso en su composición Urdapilleta, transparente y eficaz Álvarez en un rol extremadamente riesgoso por evadirse de los lugares comunes.