Un buen día en el vecindario

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La amistad como salvoconducto

Todos aquellos espectadores que aún duden sobre la capacidad del Tom Hanks veterano de interpretar roles que lo saquen del modelo reduccionista del “norteamericano promedio” a lo James Stewart o Cary Grant, terminarán descubriendo en la prodigiosa Un Buen Día en el Vecindario (A Beautiful Day in the Neighborhood, 2019) que el señor de hecho puede componer de maravillas a un freak, a una anomalía, a una figura elusiva de por sí que no se parece a nada: este diminuto film de Marielle Heller retrata nada más y nada menos que una amistad, sin duda uno de los viejos tesoros de la humanidad que casi nunca recibe en el séptimo arte un tratamiento tan profundo como el presente, en este caso volcado a describir la cercanía paulatina entre Fred Rogers (Hanks), un legendario educador y conductor de TV de un programa para niños, y Lloyd Vogel (Matthew Rhys), un periodista de la revista Esquire que pasa del cinismo a tomar conciencia de cuánto se puede hacer en el día a día para controlar -o hasta anular- el enojo o angustia que cada uno arrastra por esto o aquello.

La película se basa en un artículo de Tom Junod, Can You Say… Hero?, y toma como máximo punto de referencia a la relación real entre los dos protagonistas, con Vogel/ Junod recibiendo en 1998 por parte de su editora, Ellen (Christine Lahti), el encargo de entrevistar a Rogers y escribir una nota de 400 palabras. A pesar de que el reportero tiene fama de duro al momento de crear perfiles de distintos individuos que se cruzan en su camino y por ello mismo se dispone a “desenmascarar” al entrevistado como una evidente farsa, al hombre le termina resultando muy difícil comprender al Rogers de carne y hueso porque delante y detrás de cámara es la misma persona, en esencia un “misterio con patas” que no tiene nada que ver ni con la sociedad circundante ni con la televisión de fines del Siglo XX, esa que no ha cambiado demasiado durante el transcurso del nuevo milenio (su programa más célebre y longevo, Mister Rogers’ Neighborhood, se transmitió desde 1968 hasta el 2001 en la TV pública de Pittsburgh, Pennsylvania, adquiriendo fama nacional a lo largo de las décadas).

Vogel, quien viene de agarrarse a las piñas en la boda de su hermana Lorraine (Tammy Blanchard) y Todd (Noah Harpster) debido a que desprecia a su padre Jerry (Chris Cooper) por haberlos abandonado cuando su madre se enfermó y falleció, se sorprende de la actitud ante la vida de un Rogers al que nunca tomó en serio hasta ese instante, un señor flemático, paciente, reflexivo y profundamente sincero que no se regodea en la superioridad o la arrogancia, prefiriendo enarbolar postulados como el aceptarse a sí mismo, el privilegiar la paz a nivel cotidiano, el subsanar el dolor, el evitar la cultura del consumismo, el darle espacio al silencio y en especial el recordar cómo se era de niño con vistas a recuperar no sólo aquellas libertad y alegría sino también los atolladeros en torno a la adaptación social, el crecimiento y las inconsistencias del proceso en general, detalles fundamentales a la hora de la paternidad durante la adultez porque permiten calzarse los zapatos del hijo para nunca banalizarlo ni pretender acelerar un desarrollo arduo que sí o sí debe atravesar sus etapas.

El guión de Noah Harpster y Micah Fitzerman-Blue trabaja muy bien el acercamiento de Lloyd y Fred ya que se mueve en el terreno de la sutileza narrativa y el respeto para con los personajes, construyendo un paralelismo entre ambos a escala de su ira solapada (el enorme odio de Vogel hacia su progenitor se complementa con unos ataques de rabia tácitos de su contraparte, signos mudos de una frustración que jamás vemos aunque se insinúa por comentarios sobre la “no perfección” de Rogers y la misma presencia de su esposa, Joanne, interpretada por Maryann Plunkett) y de su rol como padres (Lloyd está casado con Andrea -en la piel de Susan Kelechi Watson- y tiene un bebé que lo coloca en una situación de extrema inseguridad por el pobre modelo paterno que le brindó su ascendencia, a lo que se contrapone un Fred que cuenta con dos hijos mayores con los que en algún punto de su vida tuvo una relación complicada). Lo que podría haber sido un melodrama cargado de clichés muta en una pequeña epopeya honesta donde la comprensión es la única regla dominante.

Las dos películas previas de Heller, The Diary of a Teenage Girl (2015) y Can You Ever Forgive Me? (2018), estaban bien pero aquí se supera por mucho a sí misma creando un film con una personalidad indie taciturna que amplifica su potencia retórica desde unos recursos formales escasos, sin jamás abusar de los diálogos y poniendo gran parte del peso en la genial interpretación de ambos actores centrales, unos Hanks y Rhys que exprimen todo lo que tienen para ofrecer los rostros, la postura corporal y las palabras y que se lucen en medio de la pedagogía de la sanación de Rogers y esta amistad entendida como un salvoconducto verdadero, no en tanto un patético latiguillo psicoanalítico o new age sino como una posibilidad abierta a enfrentarse con la furia internalizada y manejarla de una manera que no provoque daños a terceros ni a quien la padece. Muy lejos de esa basura del marketing contemporáneo que en ocasiones parece ser el único principio rector del cine mainstream actual, el opus de Heller resulta un insólito bálsamo de piedad y sabiduría…