Trolls

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

LEVE ELOGIO DE LA AMARGURA

Hace ya un tiempo que Dreamworks dejó de preocuparse en ser el reemplazo de la vieja Warner de los Looney Tunnes (aunque mantiene una veta cómica indudable) o de pretender de forma un poco prepotente que sus películas se conviertan en franquicias perdurables, incluso de hacer cine más complejo a lo Pixar. De hecho, se nota en cómo han optado por un calendario de estrenos que los quite del centro de la escena: este año ni quisieron pelear con Buscando a Dory. Es cierto que todavía andan por allí las Kung fu panda y que las Madagascar y las Cómo entrenar a tu dragón permanecen en un espacio ambiguo donde no se sabe si habrá más, pero con la llegada de Trolls se confirma un poco ese lugar secundario que la compañía comienza a abrazar con más fuerza: una película pequeña pero sólida, que aún abusando de los tópicos del cine familiar logra generar empatía por su sentido del humor irredimible, y que pone toda su energía en un diseño que aprovecha las posibilidades ilimitadas de la animación en cuanto movimiento, paleta de colores y generación de espacios y criaturas. Si podemos marcar un lugar que viene a representar Trolls, podríamos decir que es el de la reciente Home, aunque está un par de peldaños por debajo.

Trolls aprovecha otra de las posibilidades del cine de animación pensado como pura mecánica industrial, esto es ser un camino directo para la fábrica de peluches y muñecos articulados. Aunque inteligentemente revierte ese sentido, ya que hace el camino inverso: antes que película, los personajes ya fueron muñequitos hace más de medio siglo. Entonces lo que tenemos en pantalla es un producto con una textura que genera las ganas de un abrazo inmediato, y a partir de allí surge una exploración de la superficie como un espacio de placer forzado e incuestionable. Porque sobre lo que reflexiona el film de Walt Dohrn y Mike Mitchell (no casualmente con experiencia en el universo lisérgico, naif y festivo de Bob Esponja) es precisamente el placer, la alegría y la diversión como imposición: los trolls habitan un mundo donde las fiestas están programadas, donde los abrazos son constantes, donde todo se hace porque se debe hacer (y sentir) y se expresa mecánicamente. El mundo de los personajes es como una agobiante, interminable fiesta de casamiento.

El conflicto fundamental de la película, entonces, no es la pelea entre trolls y bertanos (un gran MacGuffin), esos ogros que sólo encuentran la felicidad morfándose un gnomo una vez al año, sino la forma en que el 99 por ciento de los trolls quiere hacerle ver al troll rebelde y gruñón (cuya voz original pertenece a Justin Timberlake) que el mundo es todo lo colorido y alegre que ellos pretenden. Branch (así se llama el personaje), con calma meridiana, irá imponiendo progresivamente su punto de vista y la película irá arribando a una suerte de consenso: este troll descolorido descubrirá que se puede permitir la alegría perdida, pero también demostrará que el secreto del asunto es la correcta asimilación de las emociones que va imponiendo el camino. “A mal tiempo buena cara, pero tampoco seamos necios”, podría pensar Branch. A su manera y aunque leve, la película es un elogio de la amargura.

Y el elemento fundamental de Trolls, que no hemos mencionado hasta el momento, es la música. Porque estamos ante una película que sí es animada, sí es fundamentalmente una comedia de aventuras, pero en lo concreto es un musical que recrea notables hits del soul y el pop, de allá, de más acá y de ahora. Ahí, también, hay otra clave: no sólo porque los momentos musicales son los mejores de la película, profundizando ese aprovechamiento de los colores y la invención de mundos y personajes (el viaje de Poppy hacia la tierra de los bertanos es memorable), sino porque además Trolls es una película que explicita sus enseñanzas a través de canciones. Por eso que sus peores momentos, sobre el final cuando cae en la enseñanza innecesaria, es cuando deja de decir lo suyo con pop y lo verbaliza ordinariamente. El film de Dohrn y Mitchell es uno con moralina, un cuento de los de antes sobre aceptar al otro y de buscar consensos aún en las diferencias. En los momentos en que escapa a la fórmula (que por suerte son la mayoría) se convierte en una experiencia realmente disfrutable.