Transformers 4: La era de la extinción

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Evolución.

Algo cambió en el cine de Michael Bay. No es que de golpe el tipo se haya vuelto sofisticado o discreto, pero Transformers: La era de la extinción, a pesar de ser la cuarta entrega de una serie fílmica pésima, contra cualquier pronóstico demuestra una saludable autoconsciencia y hasta alguna que otra dosis de inteligencia cinematográfica. Quizás el origen de todo el asunto pueda rastrearse en la decisión de poner a Mark Wahlberg como protagonista y a Kelsey Grammer como villano: el padre gruñon y guardabosque de Whalberg supera por varios cuerpos al joven inexperto y algo tonto que hacía Shia LaBeouf, y contribuye permanentemente con gags propios al tono de comedia general (el humor era por lejos lo único más o menos rescatable de las películas anteriores). Grammer, en cambio, es un malo de pura cepa, de esos que no abundan en el mainstream actual: mentiroso, malvado, seductor, dispuesto a todo con tal de asegurarse un millonario negocio militar. La ecuación es simple: Walhberg y Grammer agregan todo el cine necesario como para neutralizar cualquier discurso pro ejército (cada película anterior era el relato de LaBeouf aprendiendo a ser soldado) y patriotero (el agente atolondrado de John Turturro no dejaba de ser nunca un abnegado servidor de su país) que habían caracterizado la saga. El giro se nota enseguida en una de las escenas del comienzo en la casa donde viven Cade Yeager (Walhberg) y su hija: la rutina cotidiana de los dos y sus problemas se plantean en pocos diálogos y con una ironía muy marcada que acaba rápidamente con cualquier intento dramático (Cade le muestra a la hija varios retratos de él y de su esposa fallecida, que están todos colgados en su garage-laboratorio como si fuera un living). La imagen de un atardecer heroico, de esos que tanto le gustan a Bay, es el fondo donde Cade le explica a su hija su ridícula postura respecto a salir con chicos, mientras suena una melodía solemne que no hace más que sumar su cuota de parodia al conjunto. Por si faltaba algo más, el director se las arregla para meter la bandera norteamericana en una cantidad imposible de planos, como si estuviera burlándose de los aires nacionalistas que supo adoptar su filmografía en el pasado (vean la escena y cuenten los planos con la bandera: debe ser una especie de récord).

Con esas nuevas coordenadas trazadas, la película puede dedicarse tranquilamente a contar su historia cortando vínculos con el mundo actual: esta vez no hay fuerzas militares estadounidenses combatiendo junto a los Autobots en Medio Oriente o toda la parafernalia tecnologíca de la defensa y la inteligencia norteamericanas, solo un montón de robots gigantes peleando en distintas partes del mundo y un pequeño grupo de humanos que los siguen como pueden. El cambio es tan notorio que ahora el mal no solo se encuentra encarnado en lo más profundo del Estado (Attinger -Grammer- es un alto mando de la CIA desde hace más de veinte años), sino que además el titular de una corporación multinacional despiadada (el gran Stabley Tucci) toma la forma de un simpatiquísimo comic relief que hasta puede darse el lujo de arrepentirse de sus actos y salir indemne al final del relato, escapando del castigo que cualquier otra película le hubiera deparado. El absurdo parece recorrer silenciosamente toda la trama, desde la premisa original hasta la última parte, cuando se ven imágenes como la de Optimus Prime cabalgando y dirigiendo una ofensiva de enormes dinosaurios transformer por las calles de Hong-Kong. El pulso y el ojo de Bay también parecen haber mejorado un poco: ahora los robots poseen colores y formas que los distinguen del resto, abandonando los matices grises y oscuros de las primeras entregas. Hasta el uso del 3D resulta interesante: no hay un abuso de la profundidad, no se acentúa la distancia entre lo que está adelante y lo que está detrás, sino que se trabaja constantemente con un relieve suave, más elegante, que construye volumen sin necesidad de exagerar la utilización de la técnica.

Entre momentos de cámara lenta, una destrucción incesante y algunos brotes de comedia en la mejor tradición del cine de acción (la mayoría de ellos cortesía de John Goodman, que le da vida a un robot diseñado casi a su medida), Michael Bay parece decidido a jugarse todo por sus personajes y por las imágenes, que son todo lo hiperbólicas, solemnes y hasta ridículas que uno puede llegar a imaginar. El cine del director de La Roca no pierde las mañas, es tan espectacular, apabullante y poco amable con los sentidos como siempre, pero ahora se muestra interesado solo en explotar lo que su historia tenga para ofrecer y con cortar con cualquier anclaje ideológico explícito que pueda desviar el ojo hacia temas familiares de la actualidad. Por eso es que todas las banderas están al comienzo, para que nos ríamos un poco y enseguida las olvidemos.