Tierra de los padres

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

¿O juremos con gloria morir...?

Después de su ópera prima M, el realizador argentino Nicolás Prividera tomó un camino más que inesperado: filmar 200 años de historia argentina desde las tumbas del cementerio de la Recoleta. Y salió airoso.

Monumentos, panteones, placas, textos. El cementerio de Recoleta como espacio de acción discursiva y de confrontación de voces de la historia argentina. Un prólogo mortuorio con imágenes de la Argentina de la segunda parte del siglo XX, acompañadas por los sones del Himno Nacional y un epílogo fúnebre donde el Río de la Plata cobra protagonismo mientras “Va Pensiero” de Verdi recorre ese otro cementerio de cadáveres.
Nicolás Prividera opina desde los textos de próceres, políticos, intelectuales, presidentes y proclamas qué fueron aquellos tiempos y qué es esto de hoy. La operación estética es singular: recorrer el cementerio aristocrático desde la lectura del pasado para llegar a la reflexión del presente y –vaya intención– explicar la sangre derramada, los enfrentamientos, los ajusticiamientos y los incontables cadáveres que sintetizan un país.
En ese sentido, Tierra de los padres no es sólo una lección de historia convencional donde diversas personalidades de la cultura leen la palabra escrita de casi dos siglos junto a lápidas y monumentos recordatorios. Tierra de los padres coloca en tensión a la Historia porque la elección de textos es democrática y en algunos casos deja vislumbrar las contradicciones de un mismo personaje. Sarmiento y su Facundo, Lugones y su espada, la feroz ambigüedad de Rosas, la autosuficiencia asesina de Roca y la visión de futuro de Moreno son algunas de esos parlamentos que tienen que estar sí o sí en un film de estas características. Pero horrorizan personajes secundarios como Hilario Ascasubi y su goce a pleno al narrar las torturas a los salvajes unitarios.
Sin embargo, la película no se queda sólo en eso: el cementerio también es recorrido por visitantes, turistas y estudiantes que escuchan el desgano de una guía cuando se planta frente a la tumba de Eva Perón. Y junto a ese mismo mármol un pequeño grupo de veteranos fieles al movimiento entona la marcha, pero no la primera parte, sino la segunda y tercera, resignificando a la celebrada y mítica canción. ¿Puro azar? ¿Casualidad o causalidad? No importa, eso muestran las imágenes. Dos gatos se disputan una paloma muerta, los trabajadores del lugar hablan entre ellos de sus rutinas mientras transportan ataúdes, las angulaciones de cámara sobre determinados monumentos van más allá del virtuosismo del encuadre. Planos planificados fusionados a planos azarosos que terminan resultando una de las tantas virtudes del film. Los testimonios de la segunda mitad del siglo XX –Rodolfo Walsh, Victoria Ocampo, el general Valle, Videla, Massera, entre otros– anuncian el último viaje, el de ese plano secuencia aéreo de cinco minutos sobre el interminable río mientras el coro de “Nabucco” actúa como contrapunto de aquellos fantasmas que cobraron vida detrás de los muros.