Tiburcio

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

La búsqueda de todo desvío

Desde el comienzo, el mismo Pauls señala que no hay una ruta fijamente trazada, y que quizás las cosas no se desarrollen como espera. Así es como Tiburcio se va construyendo a partir de diálogos francos y fluidos, que configuran un mapa emocional del lugar.

En el género policial es frecuente que una investigación lleve a otra, aparentemente desconectada. Con lo cual el motivo inicial se disuelve, y lo que era una “historia 2” pasa al primer plano. Algo semejante sucede en Tiburcio, nuevo documental de Cristian Pauls luego de la lejana Por la vuelta (2002) y cuarto largo de su espaciada filmografía, junto a los films de ficción Sinfín (1988) e Imposible (2004). “Este no era el camino”, dice el protagonista (el propio Pauls) para sí mismo al comienzo de Tiburcio, anticipando quizás que algún camino llevará a vía muerta, y que el propio recorrido impondrá sendas alternativas. El Tiburcio del título es Fortín Tiburcio, pequeña localidad de nombre como de historieta, vecina de la bonaerense Junín. Allí el realizador pasó los veranos de su infancia, hasta que la abuela murió y la casa quedó abandonada. Revolviendo fotos viejas, Pauls encontró una en la que la abuela, joven, está acompañada de un señor que no es el abuelo. ¿Quién es el señor? Difícil de saber, porque alguien cortó su cabeza en la foto. Para dilucidar el enigma Pauls vuelve a Fortín Tiburcio, medio siglo después de haberse ido, y puede ser que se vuelva sin resolverlo. Pero en el intento habrá logrado componer un mapa humano: el de la vecindad de Fortín Tiburcio.

Los films de ficción de Cristian Pauls son espesos, torturados, abrumadores. Sus documentales son, en cambio, aireados, abiertos a la eventualidad, en estado de búsqueda e inconclusión. Tiburcio más aún que Por la vuelta, en la que la voz en off del narrador arrastraba todavía el peso de un soliloquio recargado. El camino que se abre al comienzo, visto en subjetiva desde la posición del chofer, es emblemático: Pauls emprende el camino en una tarde de primavera, sin saber si la senda correcta es ésa u otra. A diferencia de sus ficciones, donde todo (puesta en escena, encuadres, diálogos, actuaciones) parecería estar terminado antes de que la película eche a andar, aquí es posible que la idea previa se vea torcida por las circunstancias y que el viajero acepte el desvío, desarrollando en él un relato otro, no previsto.

Todo es búsqueda: la del pueblo, la de la casa, la del misterio que la foto hizo asomar. El protagonista es un investigador de su propio pasado. Los vecinos son los testigos. Algunos recuerdan a aquel chico rubiecito, que se bañaba y hacía lío en la pileta de lona de la abuela Dora. Otros, a la señora cuya prolijidad y elegancia desentonaban un poco con la precariedad del lugar. La foto cortada pasa de mano en mano, todos la miran con atención pero a nadie se le ocurre quién podría ser el señor descabezado. “Tengo la sospecha de que haya sido un amante de mi abuela”, franquea Pauls en un momento. A falta de la clásica lupa, el investigador acude a su equivalente moderno: la ampliación fotográfica. El hombre de la foto lleva espuelas. “Son raras”, dictamina un connaisseur. “No son de acá. Pueden ser de Corrientes. O Mendoza.” “Están puestas al revés”, avisa otro. “¿Se las habrá puesto para la foto?”, cavila Pauls.

El extraño no aparece pero otros extraños sí lo hacen, sin que ningún guion lo haya previsto. ¿O sí? Son los vecinos de Fortín Tiburcio, a los que el protagonista inquiere. Tanto como para ponerse al día, Pauls les pregunta qué fue de sus vidas. O ni les pregunta: ellas y ellos cuentan. Cuentan lo que cualquiera contaría: amores, hijos, padres, tiempo, muerte, recuerdos, soledades. Cuando no lo hacen solos, el realizador, parecería que ahora sí con una agenda, les hace la pregunta clave. “¿Nunca te enamoraste?” ¿Clave para qué? Para ir armando el mapa emocional de ese pequeño rincón del universo. No por nada Pauls diseña un plano del lugar en el que va marcando los recorridos que lo llevan de casa en casa, y en cada casa el nombre del que la habita. Un mapa como metonimia de otro, invisible.

Como el brasileño Eduardo Coutinho, como el francés Raymond Depardon (ambas sombras planean fuerte sobre Tiburcio), Pauls asume más el rol de charlista que el de entrevistador. Un charlista de aire casual, alla Columbo, que deja hacer más de lo que hace, que oye más de lo que pregunta. Que se mantiene a la par, nunca por encima del interlocutor. ¿Será por eso que recibe tantas confesiones, de gente en algunos casos encallecida por el duro trabajo de campo? Tantas vidas en soledad, tantos odios familiares acallados... Como en cantidad de policiales, a partir de determinado momento el investigador y lo investigado se confunden, se fusionan, y es el visitante el que cuenta al anfitrión cuáles fueron los momentos más importantes de su vida. Una foto no devela sus enigmas, otras se imprimen: después de cada charla, como una firma o un sello, Pauls filma la “foto” de cada vecino, y finalmente la de conjunto. El mapa de Fortín Tiburcio terminó de armarse.