The Unicorn

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Fragmentos de lujuria

De manera retrospectiva -y sobre todo a partir de esta segunda década del nuevo milenio que comienza a morir- se suele considerar a Peter Grudzien como uno de los máximos pioneros de lo que hoy por hoy se da en llamar “outsider music”, un género en el que se unifican lo antimainstream y el sustrato lo-fi con cierta locura bastante más prosaica/ real que artística, rubro que siguió un desarrollo muy heterogéneo desde figuras como Frank Zappa, Captain Beefheart, The Shaggs y Syd Barrett hasta artistas posteriores en la línea de Wesley Willis, Jandek/ Sterling Smith y el recientemente fallecido Daniel Johnston. La ópera prima de Grudzien y prácticamente su único trabajo con una mínima distribución comercial clásica, The Unicorn (1974), muchas veces es reducida -cortesía de la prensa y el público bobalicón- a ocupar el rol histórico de ser uno de los primeros álbumes de temática abiertamente gay, jugada facilista que pasa por alto el hecho de que el disco en sí es una obra maestra que le escapa a los moldes del country desde el cual fue concebido ya que se parece mucho a aquel folk espacial de los primeros años de David Bowie y Marc Bolan.

A ciencia cierta ni siquiera los fans más acérrimos o devotos de la legendaria placa, un opus compuesto, ejecutado y producido por el norteamericano y que se vincula a la psicodelia y el ecosistema lisérgico del hippismo tardío correspondiente al primer lustro de la década del 70, conocían qué fue de la vida y trayectoria de una figura tan enigmática como Grudzien a posteriori del lanzamiento de su debut. De hecho, The Unicorn (2018), un documental de índole observacional y participativa de Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, llega para por fin aclarar el asunto y lo hace siguiendo la tradición de esos trabajos descarnados del cine indie estadounidense que han sabido leer al artista individual -a la vez atormentado y descollante por su minimalismo- desde la óptica que brinda su enclave familiar y las enfermedades mentales que lo aquejaron o lo aquejan; muy cerca de lo ofrecido en su momento por Terry Zwigoff en Crumb (1994), sobre el gran caricaturista satírico Robert Crumb, y por Jonathan Caouette en Tarnation (2003), sin duda un film de profunda cadencia autobiográfica que también nos presentó un clan con un montón de dilemas/ traumas psicológicos acumulados.

Filmada entre 2005 y 2007 mediante cámaras digitales de mano, la película funciona en simultáneo como -por un lado- un “rescate emotivo” para con Grudzien, fallecido en 2013 y un señor que las masas desconocen por completo, y -por otro lado- un retrato hiper honesto y poderoso en torno a una parentela disfuncional que compartía la misma casa desde siempre, una compuesta por el propio Peter (de joven había sido sometido a salvajes tratamientos de electroshocks para “curar” su homosexualidad, amén de la depresión y angustia subsiguientes y la necesidad de buscar un trabajo en el mercado de la publicidad para mantener vivo su amor por la música), su hermana gemela Terry (la esquizofrenia de la mujer derivó en una catarata de medicamentos psiquiátricos y cirugías estéticas que le deformaron el rostro de manera brutal, para colmo desencadenando una insistente obsesión con buscar marido y taparse el semblante con una capa muy espesa de maquillaje blanco) y el padre de ambos Joseph (el anciano, hoy un tanto arisco, trabajó cuando niño en una mina de carbón y definitivamente tuvo una formación obrera y sindical de muy bajos recursos).

The Unicorn, el primer largometraje del dúo de realizadores, va mechando las canciones de Grudzien, quien afirma haber grabado en su morada más de 900 temas, y las viñetas de la dinámica familiar, en esencia con los tres veteranos sobrevivientes -la madre murió hace mucho, los hermanos pasaron la franja etaria de los 60 años y el padre va camino a los 100- rompiéndose mutuamente las cabezas a escala verbal de manera permanente; todo debido a un catálogo de frustraciones, paranoias y diversos sueños/ entornos idílicos que no se condicen con la realidad, léase esa residencia transformada en campo de batalla porque ya hace tiempo que no se soportan entre sí y decidieron levantar muros virtuales para no verse. De todas formas la propuesta también enfatiza que detrás de los desacuerdos y los delirios hay un trasfondo en común que se condice con una ironía general compartida que les permite relajarse de vez en cuando y subrayar lo tragicómico de la situación, aquí más que nunca una verdadera patada a la previsibilidad burguesa a través de la opción de jamás abandonar el hogar del clan de turno y negar toda utopía de riqueza más allá del horizonte.

Precisamente, a medida que avanza el metraje queda en claro que la marginalidad y el bello caos creativo/ profesional/ vincular/ personal de la casa se corresponden a una resignación contracultural de impronta melancólica y freak en la que se suprime toda esclavitud laboral capitalista en pos de mantenerse libre, independiente y fiel a sus principios, por más que éstos estén homologados a un dejo enajenado autodestructivo y una aislación familiar muy intensa, dividida en esos “fragmentos de lujuria” a los que se refiere el guitarrista y cantante en la letra de su canción más famosa, la que le da el título al film y al álbum homónimo. Dentro de este contexto no es de extrañar que Dupuis y Geraghty sinceramente nunca den mayores precisiones acerca de los motivos concretos de las décadas de silencio discográfico de Peter, aquí -al igual que Terry y Joseph, cada uno para con los otros dos- en eterna espera del fallecimiento de sus parientes como si el óbito fuera la solución a los obstáculos y padecimientos arrastrados durante tanto tiempo, todos ellos siempre a mitad de camino entre el execrable olvido social y esa sutil condena autoimpuesta por nuestros antihéroes…