Terror en Chernobyl

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Una sombra ya pronto serás

Terror en Chernobyl tiene un gran comienzo. Un grupo de chicos que están de vacaciones por Europa entra ilegalmente a Prípiat, una ciudad ucraniana que queda muy cerca de la planta nuclear de Chenobyl. Los visitantes recorren la ciudad abandonada (desde el accidente de 1986) como si se encontraran en un lugar turístico cualquiera: hacen chistes, se sacan fotos, piden al guía que les cuenta historias sobre el hecho. Este principio, a pesar de la pobreza general y los trazos simplones con que aparecen delineados los personajes (las actuaciones tampoco ayudan), es por lejos lo mejor de la película; los realizadores entran en un pueblo fantasma y consiguen imprimirle una dosis increíbles de tragedia y melancolía. La ciudad en ruinas es sobrecogedora y alarmante a la vez, incluso de día de resulta un espacio notablemente cinematográfico. Los relatos de Uri, el ex agente de fuerzas especiales que dirige el grupo, le suman una carga importante de dramatismo al ya de por sí desolado paisaje. Se tiene la sensación de que la película podría haber transcurrido así durante todo el metraje, como si fuera una especie de Stalker en versión adolescente y americana.

Pero Terror en Chernobyl quiere ser cine de terror, y los realizadores entienden el género de manera un poco torpe. Hay una fórmula que se repite infinitamente hasta que parece que el guión no hace otra cosa: uno o varios personajes recorren alguno de los recovecos de Prípiat, se crea un momento de tensión, un golpe de sonido y alguna imagen impactante rematan la escena buscando el susto fácil. Claro, se está hablando de un recurso típico del género, pero Terror en Chernobyl lo usa constantemente, sin respiro; al final, termina cansando y pierde su efectividad. Por otra parte, las amenazas funcionan solo a medias. Durante el día, el mayor peligro son unos perros que no inspiran nada de miedo, y en la oscuridad, la falta de luz y el movimiento confuso y atolondrado de la cámara escamotea a la vista los monstruos que persiguen a los protagonistas. Este es uno de los mayores problemas, porque Terror en Chernobyl no es La mujer pantera ni una película con fantasmas; justamente, una de los atractivos de la premisa era el hacer horror con criaturas que no son seres de ultratumba, zombies ni infectados por un virus a lo Resident Evil, sino personas alcanzadas y destruidas por la radiación: deformes, locos, mutantes; una nueva especie de monstruo cinematográfico que, para cumplir su papel dentro de la historia, pedía ser mostrado, había que exhibir las lesiones en su piel o lo contrahecho de sus cuerpos. Al menos en este caso, la vieja máxima que reza que hay que ocultar al monstruo antes que mostrarlo juega claramente en contra.

Pero hay un problema más grande y es que, a medida que cae la noche y los personajes se aventuran en los edificios, la oscuridad se adueña de todo y el lugar pierde su encanto particular. La ciudad se convierte en un montón de pasillos en tinieblas a ser atravesados mediante la formulita descripta antes, y el clima inquietante y triste que habían logrado establecer los directores se desvanece por culpa de las exigencias del género más formateado y atolondrado: los personajes corren de un lugar a otro escapando de criaturas que nunca son observadas en detalle y se los encuadra en molestos planos temblorosos que no duran más de medio segundo. La oscuridad lo iguala todo y ya no queda nada del aire pestilente de Prípiat que tan bien se supo aprovechar al comienzo. La chatura de los personajes hace que nunca terminemos de sentirnos cerca de ellos, y el guión muestra sus puntos más flacos en algunos momentos arbitrarios o forzados, como en la escena con la nena siniestra que aparece de la nada, con vestido y todo (como si esto fuera El resplandor o alguna otra película de terror que gusta mostrar a niños espectrales) o los avisos automáticos del contador Geiger que, sin que ningún personaje lo active, suena solo cada vez que se adentran en una zona con mayores niveles de radiación. A su vez, en medio de esas sombras que se apoderan de la imagen, el contador viene a recordar que no se está en cualquier lugar, que se está muy cerca de Chernobyl, donde la radiación representa un peligro casi tan terriblr como los perseguidores misteriosos. Ese recordatorio es el signo más evidente de que la película es consciente de sus falencias: la ciudad y su aura se desvanecen en un laberinto de pasillos apenas iluminados, y se supone que un ruido que indica la presencia de radiación debe volver a decir, por las dudas, en dónde se está parado. En el final se esboza una explicación a las apuradas que intenta despejar un poco el misterio pero sin que se esclarezcan detalles de la trama, todo resulta un híbrido inverosímil que no se decide entre dar la información que brindaría cualquier otra película y el hermetismo explicativo del cine de Romero.