Temple de acero

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Había una vez, en el Lejano Oeste...

En medio de los personajes de las películas nominadas este año al Oscar, la resuelta adolescente de Lazos de sangre (dir: Debra Granik) no está sola: en otra época y contexto pero con el mismo empecinamiento, Mattie (Hailee Steinfeld), la protagonista de Temple de acero, con apenas catorce años, no duda en salir en busca del asesino de su padre, empresa para la cual convoca a Cogburn, un viejo sheriff con fama de duro (Jeff Bridges), sumándose al desafío un joven texano (Matt Damon) que busca al maleante por otros motivos.
La historia proviene de una novela de Charles Portis que un periódico estadounidense publicó por entregas en 1968, convirtiéndose en un verdadero éxito popular y llevada pronto al cine por Henry Hathaway, con la actuación protagónica de John Wayne (lo que le valió un Oscar). La expresión true grit (valor de ley) terminó siendo adoptada por los ciudadanos para referirse al coraje que una persona puede asumir en circunstancias extraordinarias. Esto demuestra por qué una remake de True grit despierta especial interés en Estados Unidos, sumado al hecho de que se trata de un western, género representativo del cine de ese país.
La particularidad es que esta nueva versión cayó en manos de los hermanos Joel Coen (1954) & Ethan Coen (1957), que respetan la esencia del original, con una narrativa clásica, pero atravesándola con marcas propias: diálogos con réplicas graciosas y algunos gags medio ridículos, como las patadas que le propina Cogburn a un par de indios impasibles o la aparición de lo que aparenta ser un oso sobre un caballo.
Las mismas actuaciones tienen algo de eso: alcohólico, barbudo y desaliñado, Jeff Bridges parece, por momentos, el gran Lebowski en el Lejano Oeste. La película termina adoptando el perfil de un relato de aventuras (tal vez por influencia de su productor ejecutivo Steven Spielberg) con algo del humor caricaturesco de los Coen, que siguen siendo mucho más hábiles para las soluciones visuales que para superar cierta superficialidad y no hacer de sus criaturas meras ocurrencias.
De todas maneras, el espíritu del western –esos signos y símbolos puestos al servicio de su realidad profunda, el mito, como sostenía Bazin– asoma, por ejemplo, en la brillante secuencia de un enfrentamiento nocturno visto a la distancia, magníficamente fotografiado por Roger Deakins.
Las imágenes finales vuelven más franca la idea que los Coen tienen, según declararon, acerca de que Mattie guarda alguna relación con la Dorothy de El mago de Oz (1939, Víctor Fleming) y con la misma Alicia de Lewis Carroll: el galope hacia un cielo estrellado –previo al desenlace que devuelve la voz narradora del comienzo– pareciera indicar el paso a otra dimensión: la de la ilusión, la de los cuentos.