Sucker Punch: Mundo Surreal

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Bailarinas en la oscuridad.

André Bazin se habría enojado mucho con las películas de Zack Snyder. Entre los múltiples reproches que el padre espiritual de los Cahiers podría haberle hecho al director de 300 estaría el de negarse sistemáticamente a filmar el mundo tal cual es. Claro, en los tiempos de Bazin no existía la animación digital, mientras que en nuestra época está presente en una enorme cantidad de películas, desde las producciones de Pixar hasta la última de Eastwood (la genial secuencia inicial del tsunami); la animación ya se convirtió en otro de los muchos recursos estéticos que el cine tiene a su alcance. Como siempre, las herramientas formales no son inocentes: la animación digital no es buena ni mala en sí misma, todo depende de la manera en que se la use, lo mismo que un travelling o un insert musical. No estoy seguro de cuáles son los límites a la hora de servirse de la animación digital, pero sí sé que las películas que la usan para crear mundos me gustan mucho más que las que la utilizan para disfrazarlo. En el primer caso se trata de una invención en función de la expresividad propia del cine, en el segundo, de retoques que apuntan a moldear el mundo tratando de que el truco sea lo menos evidente posible. Las películas de Zack Snyder hacen siempre lo primero.

Sucker Punch: mundo surreal, como 300 y Ga’hoole, empieza hablando de relatos, de cómo una historia puede ser un escape que haga del estar vivo una experiencia menos terrible. También se rozan temas como la amistad, la familia o la crueldad de las instituciones pero, una vez más, el cine de Zack Snyder, en su condición posmoderna, parece tocar todos esos tópicos pero sin abordar ninguno. En cambio, Snyder se dedica de lleno a pensar y poner a prueba el que sin dudas es el interés último de su cine: el cuerpo y sus posibilidades dramáticas. 300 ya intentaba fundar una poética del cuerpo: la película tenía varios problemas pero las escenas de combates brillaban por el cruce que se ensayaba entre los actores y la animación digital. 300 sufrió varios de los mismos ataques que Sucker Punch. Se dijo, entre otras cosas, que el director hacía videoclips, que sus películas parecían videojuegos, y eso siempre entendido como algo a denunciar y condenar. En todo caso, podrá haber malos videoclips y malos videojuegos, pero esas críticas no explican nunca por qué filmar así podría ser algo malo. Si una película tiene puntos de contacto con alguno de esos lenguajes, rápidamente se la entierra bajo el estigma de la contaminación formal, como si fuera posible inventariar los recursos que son propiamente cinematográficos y los que no. La crítica se vuelve una suerte de policía estética encargada de denunciar las impurezas del cine.

Después de 300 vino Watchmen, seguramente la película menos personal de Snyder, y a esa le siguió Ga’hoole, que volvía a meterse de lleno en la materia de los cuerpos, en ese caso, con búhos animados que respetaban las proporciones y los movimientos de los animales reales. Sucker Punch pone en funcionamiento una fórmula parecida a la de 300 pero tensándola hasta extremos mayores: las cinco protagonistas son alternativamente personajes con una movilidad típica de un videojuego en 3D, el gesto de una película bélica o las habilidades de una peleadora de cine de acción. En cada uno de los escenarios, se trata siempre de experimentar con los cuerpos y ver qué se les puede arrancar de belleza. Observar en cámara lenta a una de las chicas guerreras haciendo piruetas en el aire o al grupo entero peleando mediante coreografías que desvían la atención de los hechos para reenviarla constantemente a los movimientos y su elegancia o torpeza, como si las actrices dibujaran figuras en el espacio a la manera de salvajes bailarinas. Como en 300, el tema de Sucker Punch puede reducirse a una especie de fundación de una nueva danza, a los diálogos de muerte que unos cuerpos entablan con otros como en un gran baile. Eso sí, como en aquella, las bailarinas de Sucker Punch tienen como apoyo y plataforma el lenguaje del cine; si no, estaríamos solamente ante otro ballet filmado. Bailar al ritmo de las imágenes o, mejor, bailar en imágenes, mientras suenan los covers de Jefferson Airplane, The Smiths, Queen o The Eurythmics. Para Baby Doll, la danza en un prostíbulo de mala muerte es el pasaje a un estado de la mente y el cuerpo distintos. Si quieren sobrevivir en un mundo lleno de injusticia y tristeza, a la protagonista y sus compañeras de combate no les queda otra que abrirse paso a golpes de puño, patadas, sablazos y tiros. Que esas batallas tengan el sello inquietante de la fantasia, de una mentira amable, importa poco: en 300 era el relato de una hazaña lo que hacía posible un cambio en el mundo, y en Ga’hoole las historias de un pasado heróico empujaban a los jóvenes protagonistas a buscar las huellas de esos cuentos míticos.

En Sucker Punch, Zack Snyder filma actores de carne y hueso pero los sumerge en universos que solo son posibles dentro de sus películas; la animación nunca es un parche que mejore la realidad tal cual la conocemos sino un camino hacia otros mundos que evidencian su condición de fantásticos sin por eso dejar de ser impactantes y hasta bellos. En esos paisajes digitales de caos, guerra y fuego, sus criaturas luchan y bailan, siempre siguiendo el tempo misterioso de las imágenes, el ritmo secreto de una extraña poesía.