Spencer

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La princesa atrapada

La popularidad duradera de Diana Frances Spencer alias Diana, Princesa de Gales alias Lady Di (1961-1997) continúa siendo una espina clavada en el costado de la monarquía británica porque la susodicha literalmente objetó casi todos los rituales protocolares de su cargo, se negó a sociabilizar con sus pares de la nobleza y hoy por hoy es la única figura del entramado real europeo que es conocida en serio en todo el planeta, ya pasadas décadas desde su inesperada muerte a los 36 años en un accidente automovilístico en un túnel de París debido tanto a la persecución de los paparazzi más carroñeros como a la intoxicación alcohólica y con antipsicóticos del conductor del vehículo, Henri Paul, jefe de seguridad del Hotel Ritz, quien murió junto a Diana y su pareja del momento, Dodi Al-Fayed. La enorme celebridad de la muchacha, una aristócrata de cuna que supo casarse con Carlos de Gales, hijo mayor de la Reina Isabel II del Reino Unido, y engendrar dos vástagos con el palurdo, Guillermo de Cambridge y Enrique de Sussex, se explica por diversos factores que tienen que ver con la belleza, carisma y timidez melancólica de la mujer, con el hecho de que fue prácticamente la única representante de la realeza que tuvo trabajos bien ordinarios, como instructora de baile, asistente de educación preescolar, anfitriona en fiestas, niñera y hasta encargada de tareas de limpieza, con el traumático matrimonio con Carlos y esa diferencia de idiosincrasias y de edad -trece años en total- que los llevó a varias infidelidades, él con su amante de siempre, Camilla Parker Bowles y futura Camila de Cornualles, y ella con el instructor de equitación James Hewitt y su guardaespaldas Barry Mannakee, entre otros, con la cosificación que sufrió tanto por parte de la triste fauna palaciega como de la prensa amarilla de todo el globo, lo que eventualmente generaría su absurdo fallecimiento, con su labor humanitaria incansable -algo muy raro en la verborragia y la corrección política sin hechos concretos de las coronas europeas- en favor de los pacientes con SIDA y en contra de las minas terrestres, con su insistencia con criar a sus dos hijos por fuera del entramado hermético y de control absoluto y sofocante de la monarquía inglesa para que fuesen personas muchísimo más normales que los esperpentos habituales del rubro y finalmente con sus legendarios problemas mentales, vinculados sobre todo a la depresión, la bulimia, la automutilación y los intentos de suicidio por una inestabilidad emocional que algunos biógrafos llegaron a describir como claro indicio de un trastorno límite de la personalidad.

Desde la misma década del 80 se comenzó a acumular un volumen gigantesco de especiales televisivos, documentales y películas biográficas que cubrieron distintos aspectos de la vida y el derrotero público de la mujer y que se extienden hasta las recientes Diana (2013), flojo film de Oliver Hirschbiegel con Naomi Watts, y La Corona (The Crown), interesante serie creada en 2016 por Peter Morgan para Netflix que explora el reinado de Isabel II (Claire Foy), ahora con las actrices Elizabeth Debicki y Emma Corrin como la princesa. Spencer (2021), dirigida por el chileno Pablo Larraín y escrita por el inglés Steven Knight, se centra específicamente en la víspera navideña de 1991 cual punto de inflexión tanto en la relación entre Diana (Kristen Stewart) y Carlos (Jack Farthing) como en lo que atañe al cansancio ya terminal de la fémina para con la realeza en general, por ello los preparativos para los festejos en cuestión se transforman en una excusa para retratar el aislamiento compulsivo que sufría dentro del clan monárquico y su propia tendencia a apartarse del generoso circo estatal para preservar a sus hijos, los todavía pequeños Guillermo (Jack Nielen) y Enrique (Freddie Spry). Enfrentada a figuras castradoras como el propio Carlos y ese implacable Alistair Gregory (Timothy Spall), un personaje inspirado en el Maestro de la Casa Real David Walker, quienes la instan a respetar la etiqueta y obligaciones de su cargo y a dividir su personalidad entre la verdadera prosaica y la exhibida al pueblo o dentro de la parentela monárquica, Diana llega a la Mansión Sandringham, una de las tantas sedes vacacionales de la corona a lo casa de campo palaciega, pero no demuestra interés alguno en asistir a las reuniones, eventos y banquetes de los jerarcas del otrora imperio ya que conoce muy bien la relación de Carlos con Bowles (Emma Darwall-Smith) y además prefiere pasar el tiempo con los niños y su única amiga del séquito real, la encargada de vestuario Maggie (Sally Hawkins), una asistente que Carlos rápidamente envía a Londres para recluir aún más a la protagonista, a la que le asignan toda la ropa de manera unilateral y todo su itinerario sin posibilidad de negarse. Manteniendo también algunos intercambios con el perfeccionista y cuasi militarizado chef del lugar, Darren McGrady (Sean Harris), un señor sin embargo menos hipócrita que el resto del plantel de la residencia, la mujer cae a veces en la bulimia, los vómitos, la automutilación, la inseguridad, el repliegue sentimental y algo de fantasía terrorífica y coquetea con el suicidio en una finca cercana y hoy abandonada donde creció.

Larraín, un especialista en biopics como lo demuestran las también maravillosas Neruda (2016), sobre el legendario poeta y compatriota Pablo Neruda, y Jackie (2016), su debut en el mercado anglosajón inspirado en aquella Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al cruel asesinato de su marido John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963, aquí no sólo aprovecha al máximo la música entre etérea y ominosa de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead y conocido también por sus colaboraciones con Paul Thomas Anderson, Lynne Ramsay y Jane Campion, y la fotografía de Claire Mathon, combinación de tomas fijas, algo de seudo documentalismo y muchos travellings preciosistas y lumínicos exaltados a lo Emmanuel Lubezki, sino que recupera todas sus marcas autorales de siempre, en sintonía con un relato intrincado, una reconstrucción histórica magnífica, la ausencia de respuestas simples ante dilemas enraizados en la discriminación y el agobio, un registro de corte lírico y visceral, la presencia de esos juegos maquiavélicos del poder, un enfoque iconoclasta en materia de las faenas biográficas mainstream y desde ya una preocupación muy marcada por el desequilibrio mental y sus consecuencias, recordemos en este sentido su ópera prima, Fuga (2006), acerca de un compositor clásico que enloquece, y las dos primeras partes de su trilogía en torno al régimen genocida de Augusto Pinochet, Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010), sobre psicópatas que simbolizan en sí a la dictadura, lote que a su vez se completa con No (2012), sobre aquel plebiscito nacional de Chile de 1988 que decidió la no continuidad de Pinochet. Como hiciese en ocasión de Neruda y Jackie, aunque también de la olvidable Ema (2019) y la excelente El Club (2015), el chileno, propulsor además de la trayectoria de su paisano Sebastián Lelio vía la producción de Gloria (2013) y Una Mujer Fantástica (2017), se vuelca más a la descripción que a la narración clásica y para ello utiliza latiguillos conceptuales del atractivo guión de Knight, un profesional idóneo aunque con una trayectoria bastante despareja, como un collar de perlas que le regala Carlos símil correa esclavista, una presencia fantasmal permanente de Ana Bolena (Amy Manson) que la protege y acompaña cual mártir monárquica en espejo y la negativa de Diana a que sus vástagos participen en una cacería de faisán bien grotesca y gratuita que duplica en parte a su homóloga de La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939), gran joya de Jean Renoir que también pensaba el sinsentido de este culto a la muerte más necia e innecesaria de animales.

El hedonismo desabrido y muy ortodoxo de la realeza británica, sombra de esos regímenes farsescos parlamentarios de Occidente que la van de democráticos y ecuánimes aunque son igual de reaccionarios, represivos y manipuladores que los fascismos de antaño, contrasta en pantalla con el quid de “mujer común y corriente” de una Diana que había nacido en este ambiente aristocrático, hija como era de John Spencer, VIII Conde de Spencer, y Frances Ruth Roche, Vizcondesa Althorp, pero a edad temprana optó por abrirse para luego recaer en la boca del lobo al casarse a pura ingenuidad con Carlos, enlace romántico/ mediático/ institucional que provocó constantes fricciones en el statu quo por el hostigamiento caníbal del periodismo y por la banal aunque bien revolucionaria idea de ella -revolucionaria para el conservadurismo estándar de la monarquía- de mantener una existencia privada normal y no permitir que la pompa estatal la terminase fagocitando como a las momias parasitarias de la realeza y sus interminables ceremonias de autolegitimación estúpida. Stewart viene de componer a dos personajes verídicos en las admirables El Asesinato de la Familia Borden (Lizzie, 2018), película de Craig William Macneill en la que interpretó a Bridget Sullivan, sirvienta de una célebre Lizzie Borden (Chloë Sevigny) que asesinó en 1892 a su padre y su madrastra, y Seberg (2019), opus de Benedict Andrews acerca de la vigilancia y el acoso que sufrió Jean Seberg, icono de la Nouvelle Vague y mítica protagonista de Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, cortesía del FBI de J. Edgar Hoover, y en esta oportunidad se luce en su faceta mimética ya que a pesar de que no posee físicamente la presencia apabullante de Lady Di, siendo Kristen bastante más bajita y con un rostro más juvenil perpetuo, de todos modos logra copiar todos los tics, atributos, clichés e inflexiones vocales de Diana, circunstancia que de sopetón pone en primer plano el hecho de que la errática Stewart ofrece desempeños extraordinarios cuando encara personajes muy distintos a ella misma o que la obligan a metamorfosearse en criaturas por demás paradigmáticas, presas de una idiosincrasia muy particular que en este caso indaga con astucia en la noción de la princesa atrapada en su mazmorra de lujos vulgares que la llevan a una fuga hacia su yo del pasado, aquella Spencer del título, junto a sus seres queridos, sus hijos, ahora con el dúo Larraín/ Knight idealizando su infancia cuando se sabe que tampoco fue feliz en esa etapa, marcada por el divorcio de sus padres y por una pésima relación con su madrastra…