Sólo una mujer

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La voluntad individual

Muy deudora de los engranajes narrativos del querido Nuevo Cine Alemán de la década del 70, Sólo una Mujer (Nur eine Frau, 2019) es una película muy interesante que analiza el caso real de Hatun “Aynur” Sürücü, una joven que pertenecía a una familia de inmigrantes turcos en Berlín, compuesta por los progenitores kurdos suníes y nueve vástagos, y que fue asesinada en 2005 a los 23 años por el hermano menor del clan, aunque con el evidente beneplácito de gran parte de la familia en una coyuntura de fundamentalismo musulmán que derivó en un llamado “asesinato de honor”. El episodio, sin duda tristemente célebre en Alemania, continúa siendo al día de hoy un ejemplo perfecto de la locura instalada en cierta ortodoxia dogmática del Islam que pretende garantizar la subordinación de las mujeres bajo cualquier circunstancia, sin jamás valorar su opinión o su derecho a la autodeterminación.

Sirviéndose de un ajustado guión de Florian Öller, a su vez inspirado en un libro sobre el caso de Matthias Deiß y Jo Goll, la directora Sherry Hormann construye el relato a través de soliloquios de la propia Aynur (interpretada con gran solvencia por Almila Bagriacik) y hasta intercala material de archivo verídico con imágenes de la verdadera Hatun, lo que genera un atractivo collage formal en el que el dejo documental y la crudeza naturalista se complementan con las interpelaciones a cámara y la estructura símil crónica pormenorizada de los acontecimientos. De hecho, la historia comienza con el homicidio -tres disparos en la cabeza en una parada de autobús- y luego nos presenta una serie de viñetas en formato de flashbacks que sistematizan la espiral de injusticias, acoso y violencia de la que fue víctima la protagonista a manos de su parentela, tanto de los hombres como de las mujeres del clan.

A posteriori de ser obligada a abandonar el colegio secundario para casarse a los 16 años con un primo en las afueras de Estambul, la chica termina escapando producto de los golpes a la que era sometida por el susodicho y regresa a la morada familiar en Berlín, la cual en esencia es sostenida por el padre, Rohat (Mürtüz Yolcu), quien trabaja en una panadería mayorista desde hace 20 años. De por sí casi todos comienzan a basurearla y a aislarla por osar abandonar a su marido, pero la cosa termina de explotar cuando uno de sus hermanos, Sinan (Mehmet Atesci), una noche la manosea mientras se masturba, lo que desencadena que sea expulsado por Rohat. Etiquetada como la “problemática”, la joven se gana el desprecio de su madre, Deniya (Meral Perin), cuando se marcha del hogar familiar para primero vivir en un asilo estatal para madres solteras con su bebé Can y después buscar trabajo y estudiar para convertirse en electricista, ya sacándose el velo del cabello con el objetivo de avanzar en la occidentalización y cortar con unas tradiciones musulmanes que sólo le han traído desgracia vía delirios, caprichos y una constante sumisión a los varones.

El film traza las diferencias existentes dentro del Islam para no meter a todos en la misma bolsa, enfatizando que la bondad y comprensión de Aram (Armin Wahedi Yeganeh), el único hermano al que ella considera además un amigo, se contrapone a la intolerancia fanática de Nuri (Rauand Taleb), el eventual verdugo de ocasión al momento del inicio de una relación amorosa entre la protagonista y un germano, Tim (Jacob Matschenz). Ahora bien, las mejores películas de Hormann tuvieron un costado de denuncia social muy fuerte y la que nos ocupa no es precisamente la excepción, basta con recordar Guys and Balls (Männer Wie Wir, 2004), sobre la estigmatización de la homosexualidad masculina -y la sexualidad en general- en el deporte moderno, Desert Flower (Wüstenblume, 2009), acerca de la terrorífica infibulación femenina en África y los matrimonios por conveniencia de cadencia tribal, y 3096 Days (3096 Tage, 2013), sobre el secuestro de la austríaca Natascha Kampusch durante ocho años y el fetiche esclavista sexual de la burguesía europea; todos tópicos que de una forma más o menos tangencial hoy regresan al candelero una vez más.

Los grandes puntos a favor de Sólo una Mujer pasan por su capacidad de resumen (no hay escenas de menos ni de más porque cada minuto cumple su función específica dentro del lienzo retórico) y por su realismo prosaico sin mayor pompa involucrada (bien lejos de la parafernalia melosa y/ o exagerada a la que Hollywood es adepto, aquí queda bien en claro que en la cotidianeidad no hay nada más insoportable que no sentirse querido por aquellos a los que se estima, agresiones verbales permanentes de por medio). Es en la insistencia de los llamados telefónicos insultantes de sus hermanos, la poca importancia que se le da a la mujer cuando por fin se decide a hacer la denuncia policial y la falta de verdadera justicia luego de su muerte donde aparecen más nítidos los rasgos de un fundamentalismo religioso que muchas veces es tomado como una “curiosidad” por los países del Primer Mundo en términos de las distintas colectividades que los habitan, así se maquilla la típica abulia estatal a través de argumentos mentirosos como el respeto a las “costumbres” foráneas, por más que éstas sean regresivas y bárbaras. La obstaculización de la eclosión de la voluntad individual -sea femenina o masculina- en un contexto social/ laboral/ familiar opresivo continúa siendo un tema cargado de una urgente vigencia debido a la multiplicación actual de los dispositivos comunales uniformizadores tendientes a la manipulación, ya sea que hablemos de los aquí retratados de “vieja escuela” o los posmodernos que invitan -desde la ilusión del egoísmo consumista- a repetir conductas cual títeres que ignoran su condición…