Skyline: La invasión

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

¿Qué ves?

No se me ocurre otro lugar mejor por el que entrarle a Skyline que la mirada. Película de invasión extraterrestre de sensibilidad posmo, Skyline cuenta la historia de un grupo de personajes que no puede reaccionar frente a la llegada de unos conquistadores espaciales implacables. Los protagonistas se pasan todo el tiempo encerrados en la habitación de un hotel de lujo (en donde los sorprende la invasión) y nunca se ponen de acuerdo sobre el destino a seguir: quedarse allí, escapar en un bote o irse de la ciudad en auto. Y cuando deciden algo, los bichos no los dejan ni siquiera empezar el viaje, obligándolos a quedarse atrapados de nuevo en el hotel. No es que fracasen o que tomen decisiones equivocadas como Ray, el padre que hacía Tom Cruise en La guerra de los mundos, sino que, entre las trabas que les pone la película y la propia falta de decisión del grupo, los personajes eligen (porque a fin de cuentas se trata de una elección) quedarse refugiados en la habitación y esperar. A qué, no se sabe. Esperar algo, pero, eso sí, mientras tanto mirar. ¿Que qué se puede ver en plena invasión extraterrestre con abducción humana a nivel planetario incluida? ¡Eso, justamente! La ventana y el balcón del hotel se vuelven una pantalla de cine privilegiada, el marco a través del cual se puede observar y maravillarse con un espectáculo gigantesco de destrucción y exterminio. Y la televisión se convierte en una especie de satélite de ese show que muestra escenas que ocurren en otros lugares, o hechos que escapan al alcance del ojo y que las cámaras captan y reproducen con un pulso netamente cinematográfico (como el combate aéreo entre aviones militares y las naves invasoras). Pero el grupo protagónico no es el único dominado por esta pulsión escópica irrefrenable, porque los extraterrestres consuman sus abducciones en masa a través de una luz azul que, al ser vista, encandila mortalmente a sus víctimas y las arrastra hacia ella, hasta que al final un artefacto chupa a la gente como si nada.

Skyline tiene algunos puntos fuertes como los efectos digitales con que están construidos los extraterrestres y sus máquinas, la manera en que el guión maneja algunas tensiones entre personajes y la forma en que se piensa la invasión alienígena como un espectáculo. Pero me molesta ese subrayar constantemente en la incapacidad de los personajes de actuar y su fanatismo por ver esas escenas que se parecen bastante a un fin del mundo, y también cómo el guión hace hincapié en la desconexión que reina entre ellos y en su imposibilidad para comunicarse con otros (uno de los pilares de las películas de invasiones del espacio exterior es justamente ese, el potencial de los cruces impensados entre personajes desconocidos). Como si todo el tiempo los directores nos estuvieran diciendo a los gritos, desplegando un dispositivo metafórico más grande que las naves espaciales extraterrestres: “Miren, esto es lo que pasa hoy, la gente no puede accionar, no se involucra, cada uno está en la suya y en la posmodernidad lo más parecido a un gesto político es quedarse en la casa viendo desde la ventana lo que pasa afuera”. Visión chata y fácil de la actualidad a un lado, hay que decir que la idea que se hacen los Strause de lo que son las ganas de mirar es una sesgada por la época y acomodada a varios de sus peores lugares comunes, entre ellos, la asociación frecuente entre el consumo de imágenes y la falta de compromiso con la realidad. Esa idea no se compara, por ejemplo, con la militancia activa de la mirada que hace el cine de De Palma, donde la visión es la herramienta principal a través del cual los personajes participan y se involucran, incluso cuando pareciera que su deseo último es la consumación de ese acto de vouyerismo (acto siempre difícil de alcanzar y con consecuencias que no se pueden esquivar, la mirada en De Palma es una cuestión de responsabilidad). Los mismos Strause tienen otra película como Alien vs. Depredador 2 en la que una invasión de otro planeta, más que aplastar a los personajes, los obliga a ponerse en camino, a involucrarse activamente y relacionarse unos con otros.

Algo de esa participación firme, aunque no sea más que un movimiento desesperado y frenético por la propia supervivencia, aparece de golpe sobre el final quebrando el clima de abulia general de la película. Las escenas en las que los personajes pasan a ser motores del relato y se corren del papel cómodo de espectadores de un show que les es ajeno son los momentos de mayor impacto, cuando felizmente logran sacudirse la fiaca y la falta de decisión que los marcó durante casi toda la historia. Lástima que todo eso pase recién al final, y que incluso la última escena, con todo su salvajismo y su imaginería terrorífica que pone los pelos de punta, no alcance a revertir el recuerdo bastante escuálido que deja Skyline.