Sin City 2: Una mujer para matar o morir

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

A Sin City 2: Una mujer para matar o morir se la acusó de repetir el estilo de su predecesora, de no haber inventado nada en relación con la primera transposición del cómic hace ocho años. Pero en ninguna parte dice que las películas de una misma serie tengan que innovar permanentemente: por ejemplo, no se les reclama eso a las triologías de El señor de los anillos, Matrix o de superhéroes como Batman o Spiderman. De Sin City 2 los críticos esperaban vaya a saber qué clase de reinvención estética y narrativa, pero resulta que la película no parece interesada en reinventar nada, más bien es al revés, los directores se esfuerzan por replicar las búsquedas de la anterior aprovechando lo mejor posible la tecnología disponible. Sin City 2 se mueve a puro golpe de estereotipo, explotando sin una pizca de culpa convenciones, lugares comunes y frases hechas, pero no tiene nada en común con Machete Kills, la película anterior de Robert Rodriguez incapaz de generar una sola imagen o diálogo sin reírse de sí misma. Lejos de esa autoconsciencia estéril, la secuela de Sin City (re)produce un universo con reglas y obsesiones propias. En ese universo la sutileza no parece ser una variable o directamente una posibilidad: los protagonistas se comunican con one liners y actúan de acuerdo con las convenciones más reconocibles del film noir y del cine de acción. Pero no se trata solo de calcar las zonas más representativas de un género sino de exacerbarlas mediante una estilización hiperbólica que hace estallar cualquier verosímil imaginable: una cosa es una femme fatale recluida en su mansión, tejiendo cual araña una trama de engaños y muerte (nada que el film noir no haya mostrado cientos de veces) pero otra distinta es que la gente no muera después de recibir varios impactos de bala, o que se pueda arrojar desde un auto en movimiento a una persona sin causarle más que unos rasguños (y son varios los que salen volando eyectados desde un vehículo en movimiento). Unos pocos minutos de Sin City2 alcanzan para comprender cómo es la vida en ese ecosistema enloquecido que cuenta con especies de monstruos sobrehumanos e indestructibles como el Marv de Mickey Rourke o con villanos que pegan la vuelta varias veces al cuenta kilómetros de la maldad como el senador Rourke a cargo del gran Powers Booth. Los problemas no surgen por el lado de la desprolijidad sino, justamente, por el de las medias tintas, como le pasa al personaje de Jessica Alba, que nunca termina de participar realmente de la corrupción que carcome la ciudad; su historia nunca funciona y supone un tropezón importante sobre el final de la película. Es una obviedad decirlo, pero el recurso visual por excelencia de la serie, el contraste marcado de grandes masas de blancos y negros (aunque en las dos películas hay escalas de grises que la historieta no exploraba) expresa a la perfección la carencia absoluta de matices de Basin City, y el tándem de Rodriguez y Miller no necesita preocuparse por la psicología de sus criaturas, la elegancia de la puesta en escena o por afinar los trazos de la narración y los diálogos, sino que puede entregarse libremente a un frenesí de guiños y excesos cuya única lógica parece ser la búsqueda de una suerte de felicidad de la mirada. Por momentos es como si el cine tratara de despojarse de cualquier clase deber ser, de norma narrativa y audiovisual que se interponga en su camino. Esa libertad, incluso con todos los reparos que puedan hacérsele a Sin City 2 es rara de ver y sentir en la mayor parte del cine mainstream.