Silencios

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La última película de Mercedes García Guevara (Río escondido, Tango, un giro extraño) no arrancaba tan mal. Una cámara quieta y ubicada a una distancia bastante prudente de los personajes imprimía a Silencios un cierto rigor oriental, al estilo de Tsai Ming-liang. También la observación de un paisaje urbano, con cocinas de departamentos, calles de noche y personajes solitarios, ayudaban a establecer la conexión. Una película hasta el momento hecha, justamente, de silencios, que trastabilla cuando le da lugar a la palabra. Los diálogos son los que marcan el quiebre a pocos minutos de empezada la película: la charla misteriosamente amable del cura que ya deja entrever a la legua cuáles son sus intenciones; los mensajes que le deja Juan a Inés diciéndole guarradas; el relato de la madre de Omar sobre las zapatillas que le quiere comprar a su hermano (la escena es impecable visualmente, pero ni bien los personajes abren la boca, todo se vuelve explícito y grueso). De ahí en más, Silencios se desmorona y tanto los personajes como las actuaciones se vuelven demasiado ampulosos: el caso más notable es el de Nahuel Pérez Biscayart, que de a ratos prácticamente parece que repite el papel (también desagradable) de La sangre brota. De nuevo, su personaje es un chico de clase media acomodada que gusta de los excesos (toma y se droga en cámara hasta el hartazgo) y que casi se jacta de ser perverso e intempestivo (o al menos lo intenta, porque se le ven los hilos constantemente). Todo en Juan, desde sus líneas de diálogo hasta el subrayado insoportable del rosario con el que juega el personaje, es una sucesión de gestos impostados que terminan construyendo un ser de cartón, un estereotipo vacío sin espesor dramático alguno (Guevara parece notar esto y trata de insuflarle un poco de vida al personaje en la escena con la abuela).

Solamente el personaje de Ana Celentano es contenido y bastante creíble incluso en sus picos dramáticos. El resto, ya sea la incansable buena predisposición de la abuela, la exageradamente siniestra calentura del cura (interpretado por Guillermo Arengo que, por esas cosas de la vida, estuvo junto a Pérez Biscayart haciendo a una suerte de “empresario-diablo” en La sangre brota), el cambio injustificado que opera el personaje de Beto, la prostituta con la que se cruza Duilio Marzio en la plaza (y su reacción juntando las garrapiñadas que se cayeron al suelo y tirando la bolsita al tacho –lejos uno de los peores momentos de la película) o las poquísimas pero muy irritantes y totalmente descolgadas apariciones de la hermanita de Juan, todo es exagerado, pretencioso, bastante por encima de lo que pedía una película como Silencios. El fracaso máximo se hace visible en el robo que Omar y su compañero consuman en la casa de la abuela: los gritos y el maltrato, las frases que parecen sacadas de alguna mala película (“vamos a hacerla hablar”), lo patético y forzado de toda la situación y el ultraje final perpetrado a la anciana (toda la escena recuerda un poco a una similar en Rodney) terminan generando vergüenza y rechazo por la película y sus criaturas. Es inevitable preguntarse por el por qué de narrar esa escena de esa manera. ¿Tan poca fe en la historia que se cuenta y en sus personajes pueden tener los realizadores de una película como para recurrir a todo ese subrayado tan molesto y degradante?