Sherlock Holmes

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Sherlock Holmes ejerce una rara fascinación, podría decirse que totalmente inesperada después de ver lo que prometían los avances. Si bien la película de Guy Ritchie sigue la línea de reflote y aggiornamiento de personajes otrora exitosos tan en boga en la actualidad, Sherlock Holmes es bastante más que un mero producto de la fábrica de adaptaciones y remakes hollywoodense. Para empezar, es una relectura interesantísima del personaje de Holmes: al igual que otro famoso detective, Batman, o como el James Bond de Daniel Craig, este nuevo Holmes carga con una oscuridad y una densidad psicológica que resultan inquietantes. Poco queda de la entereza y la pulcritud moral del Holmes clásico: el de Robert Downey es frío y calculador, pero a diferencia del original, éste aplica todo su caudal de conocimientos muchas veces para su beneficio personal y, cosa curiosa (una marca del desencanto de los tiempos que corren, quizás), el interés por el saber y la ciencia de Holmes esta vez no es fruto de aspiraciones altruistas sino que se reducen a fines exclusivamente prácticos y resultan fruto del aburrimiento y la obsesión. Holmes, que parece tener una relación algo conflictiva con el resto de la sociedad, se encierra en su habitación o trabaja intensivamente en un caso para no tener que pensar: su mente no puede estar ociosa, acaso porque el distraerse implicaría tener que vérselas consigo mismo. Así, es llamativo el contraste con el personaje de Arthur Conan Doyle, siempre seguro de sí y dueño de sus pasiones. El de Downey en cambio es pura pulsión, una enorme bola de manías y psicosis que cautiva justamente por su desequilibrio, por su desfasaje con el mundo y los demás. Una de las obsesiones de este Holmes es su eterno y fiel compañero Watson (aunque fiel ya no tanto, porque el doctor está por casarse y el detective no termina de hacerse a la idea). La relación de los dos, con sus reproches y recriminaciones (que vienen sobre todo de parte de Holmes, que está despechadísimo), bordea y más de una vez cruza la frontera de lo gay, especialmente cuando discuten sobre cómo repartir sus pertenencias. Es increíble el timing para la comedia que tienen Downey y Law: las miradas, los gestos, los diálogos, se entienden a la perfección; parece que se conocieran de toda la vida y se supieran de memoria sus papeles. De Downey nada sorprende a esta altura: ya mostró más de una vez su capacidad para el humor en Wonder Boys o Una guerra de película, pero muy especialmente en Iron Man. Y lo que impresiona es el crecimiento de Law como comediante, registro que había ensayado anteriormente pero que nunca había conseguido con la soltura y elegancia de Watson, que incluso cuando se engarza en una pelea y pierde la etiqueta resulta gracioso: torpe, medio bestia, siempre pegado a su bastón, camina con las piernas hacia fuera y aparece algo jorobado.

Ritchie se las arregla además para sostener un ritmo narrativo muy alto sin recurrir a mucho más que una buena intriga y los estallidos de la pareja protagónica, pero sin duda el centro de la película es la (re)construcción del detective. Cada pequeña reformulación aplicada sobre Holmes está al servicio de una mirada osada pero consistente del personaje en la que probablemente sea su adaptación al cine más arriesgada e interesante (me acuerdo de los Holmes de Ian Richardson o Matt Frewer; no estaban mal, pero el respeto hacia el personaje los anclaba demasiado). El director de Snatch, cerdos y diamantes se atreve a explorar facetas nuevas del personaje, como su gusto por las luchas y la violencia. Por eso el comienzo de la película funciona casi a modo de manifiesto: cuando antes de un combate el personaje planifica y anticipa cada golpe y hasta el efecto de éstos sobre su rival, Sherlock Holmes nos descoloca como espectadores históricos que somos del personaje. Este nuevo detective, eternamente desordenado, aplastado por sus obsesiones y por un engaño amoroso, celoso de la prometida de su ¿amigo? Watson, amante de las peleas, de inusitados gestos que oscilan entre el filantropismo y el orgullo más forzado (Holmes nunca acepta dinero aunque su situación financiera sea alarmante), con una capacidad de observación y análisis de la vida que a veces parece que raya la locura, y que (para segura indignación de sus seguidores más recalcitrantes) pulsa frenéticamente las cuerdas de su violín sin llegar nunca a tocarlo de manera tradicional o a arrancar una sola melodía; todo termina por configurar a un personaje que es un verdadero anacronismo viviente, un neurótico con la estampa inconfundible del siglo XXI que por algún pifie cósmico está condenado a recorrer las calles grises y vaporosas de la Inglaterra victoriana.